Todos los caminos conducen a Scorsese

Unas líneas sobre el momento cinéfilo definitivo del 2020.

Al recibir su premio a mejor director por su extraordinaria Parasite en la última entrega de los Oscar, Bong Joon Ho tuvo la gentileza, en medio de su nervioso y emocionado discurso, de nombrar a Quentin Tarantino, pero en especial a Martin Scorsese. «Lo más personal es lo más creativo», fue la cita del surcoreano, atribuida al realizador neoyorquino, y que destacó como parte fundamental de lo que fue su formación como cineasta. Lo cierto es que en esta premiación -el 2019 fue un año que, en lo fílmico, nos dejó a todos satisfechos por lo variopinta y contundencia de sus propuestas-, justo en medio de este premio, ese cineasta asiático atribulado, con la cabeza llena de recuerdos y expectativas chocando de forma incesante, va y señala a Scorsese, y ese hombre menudo, poblado de canas, de dientes blanquísimos, nariz aguileña y hablar veloz, asume con humildad y agradecimiento la reverencia que el nuevo mejor director, según la Academia de las Artes Cinematográficas, le hace.

Pero observemos más de cerca el asunto. El recinto, como coliseo, tiene entre sus filas al que hoy podemos identificar sin lugar a dudas como partícipe importantísimo de la historia del cine. Martin Scorsese, allí, levantándose con cierta pena, en gestos simples, en medio de aplausos y vítores, asiente el reconocimiento más importante hecho esa velada: el de leyenda. Scorsese no necesita un Oscar, ni ningún galardón que venga a reafirmar lo que ya sabemos de sobra. Y es en ese pequeño plano general en la transmisión, donde lo más granado de la más poderosa industria fílmica del planeta, en su gestualidad, traza caminos que van a Scorsese: el autor de Taxi Driver, Casino -muy ignorada por la academia en el ’96-, Goodfellas, Raging Bull -sí, la que perdiera contra la olvidable Ordinary People, de Robert Redford-, Gangs of New York, The Wolf of Wall Street, The Last Temptation of Christ, Silence, entre otras joyas, sin dejar de lado su poco celebrada, aunque prolífica, carrera como documentalista, de la cual destaca la serie de tres capítulos A personal journey with Martin Scorsese Through American Movies. De la primera camada de cineastas que estudiaron cine y que, todavía, a pesar de los años y la experiencia, vuelve a los clásicos para nutrirse con voracidad de referencias visuales y narrativas.

Y es un espectáculo raro eso de estar ubicado en la justicia de su valía en vida: Orson Welles que, según él mismo, desde su Citizen Kane se dedicó a bajar de la cúspide a empujones por el sistema; un Alfred Hitchcock que nunca recibió un galardón de la Academia, aún en la máxima entropía de su influencia en los cineastas que vieron sus películas; un Ingmar Bergman que harto ya de los vaivenes del cine, con su obra colgada del pináculo, vino a retirarse 20 y tantos años antes de su muerte -las cosas que pudo haber hecho en ese tiempo, y no quiso-; o Stanley Kubrick, quizás el máximo de los creadores: el gran controlador, el dictador afable, el que hacía sus películas cerca de su casa, en la paz de su paciencia y ritmo, y que vino a morir a los 70, edad prematura para las artes. La comparación con Scorsese no es odiosa: él tiene el calado para estar al lado de los más grandes, gozar del prestigio de ser reverenciado por aquellos cineastas nuevos que se nutrieron de su influencia para hoy ir rompiendo barreras inenarrables, y aun así recibir el aplauso hasta con cierta pena, como si el gesto real, auténtico y proporcional a su mérito fuera una pérdida de tiempo.

Muchos críticos llegaron a especular con respecto a la grandeza de The Irishman, pero mucha de esa valoración se debió a la supuesta conclusión del mito: ese que hizo de Scorsese el maestro del cine de mafiosos italoamericanos. Una película que tuvo que realizar con Netflix, hoy erigido como estudio cinematográfico de vanguardia, en detrimento de los viejos estudios que todavía ven a los cineastas como accesorios. ¿Se imaginan a un hombre de su estatura creativa, ir a mendigar plata para llevar a cabo una de sus visiones fílmicas? Cuánto miedo dejó la experiencia de Michael Cimino y su revolucionaria y monumental Heaven’s Gate (1980). Para The Irishman jugó en contra el viaje hacia dentro de su creador. Parasite, por ser lo que es, expandió sus colores hacia fuera del plano, en un mundo que hoy, gracias a una pandemia, la reconfirma. Pero nada le quita «lo bailao» a la más reciente película de Scorsese. La construcción de personajes, ya habituales en su universo: personajes de moral dilatada, cuyo afán por el poder no permea el análisis entre el bien y el mal, sino en una especie de forzado criterio instintivo donde la religión y la violencia son las manos hacedoras de milagros. Las historias de Scorsese, parafraseando al crítico español Alejandro G. Calvo, van sobre las consecuencias de sus vidas al filo que, como en el plano de lo real, pasan factura.

Pero allí está. Nadie debería dudar de quién ganó esa noche. Quién sigue sin aflojar la cuerda. Quién sigue marcando su nombre a fuego.