La vida y la muerte tienen un punto de partida. El principio, lo primero. Dentro de los ejes cartesianos. Dentro de las tres dimensiones de la vida. Ya sea en el eje X, Y o Z: todo parte de cero. Los nuevos comienzos también. Las adaptaciones a los nuevos tiempos. Los nuevos jugadores, las nuevas variables, los nuevos contextos sociales, económicos, políticos y/o tecnológicos. Todo empuja, desde las tormentas y terremotos, desde los cataclismos, desde los cambios de estación, de ánimo, de lugar. El punto cero.
Basada en el libro homónimo del escritor italiano Roberto Saviano, nos llega la serie ZeroZeroZero coproducida por Prime Video (Amazon), Sky Atlantic y Canal +, y llevada a la pantalla por Stefano Sollima -un habitual de Saviano, quien también es el autor de Gomorrah-, y Pablo Trapero (El Clan), entre otros. Es la historia de tres ejes que se construyen, se embarcan en la tarea, disruptiva y tenaz, en medio de un embarco de 5 mil kilos de cocaína mexicana, llevada a Italia por un carguero de nacionalidad norteamericana. Esta triada voraz que ejemplifica la realidad de nuestra era moderna, donde la droga es el lubricante (Daniel Estulin dixit) de la economía mundial, y cala a la perfección en un momento donde, cada uno de estos grupos separados por ejes dramáticos argumentales, pero que en ciertos momentos de clímax se unen con naturalidad sacrílega, buscan la manera de no tropezar, sobrevivir y crecer, como bacterias.
Don Minu (Adriano Chiaramida) pretende inyectarle vida a su grupo mafioso, llamado ‘Ndrangheta, con un cargamento considerable de cocaína que podría reposicionar a su «familia» como uno de los más importantes proveedores de droga de Europa. Su nieto, Stefano, quien se perfila como el sucesor de Don Minu, tiene otra idea del asunto junto con otros miembros del sindicato criminal italiano. Al mismo tiempo, el capitán de un grupo de fuerzas especiales del ejército mexicano, Manuel Contreras (Harold Torres) demarca un plan para que ese cargamento no solo llegue a su destino, sino que busca ascender a como de lugar en el cartel de los hermanos Leyra. La tercera pata de la mesa la conforman una naviera norteamericana, con su dueño Edward Lynwood, interpretado por Gabriel Byrne, y sus dos hijos: Emma (Andrea Riseborough) y Chris (Dane DeHaan). Los tres acechados por una condena a muerte que no tiene nada que ver con el negocio, pero al mismo tiempo sí. Es el dinero como excusa para tratar de alcanzar milagros.
Tal y como se pudiera esperar de una producción de este calibre, la dirección, como plano estilístico, que desde la fotografía y el texto explaya su control, es sublime. Los personajes, demarcados, firmes, importantes dentro de su nicho fatal, establecen un nexo precioso sobre el espectador, que saborea con cierta avidez y control -porque la trama avanza así, en sorbos nobles, paulatinos, y dosificados-, en la estructura de una triada que mueve cada trama de forma paralela, con precisión milimétrica, en puntos de concordancia que cruzan y explayan la función dramática por la cual están allí: demostrarnos algo bien sabido con respecto al negocio de los estupefacientes.
Destaco de forma especial el trabajo de Andrea Riseborough. Emma, desde su fisonomía, descolorida, pálida de muerte, vestida de hombre en un mundo de hombres, en la asunción del patriarcado que supone su destino de manejar el legado de su padre ante la nada decorosa enfermedad de su hermano. Es ella la que impone, de una u otra forma, los elementos básicos del purismo negociador: las reglas (viejas o nuevas) que degluten las formas de la supervivencia del más apto; los enlaces para que, como el gatopardo, todo cambie sin que en realidad cambie nada; el tranzar para avanzar, por encima de cualquier sentimiento y resquebrajamiento. La mujer que pare y permite que la vida, tal y como está, continúe. Ella es la ávida flor del futuro que no va a cambiar hasta que el mundo vea el asunto de una forma más gentil y estratégica.
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