Crítica de Warm Bodies / Mi novio es un zombie

Cuando un zombie altamente inusual rescata a una muchacha de la muerte inminente a manos de los de su clase, se produce un improbable romance entre ambos que, tras desatar una cadena de eventos, lo transformará a él, a sus compañeros no muertos y, quizás, a todo el mundo sin vida.

Tratándose de la adaptación de una novela con semejante premisa, el resultado de Warm Bodies es de lo mejor que se podría haber obtenido. Es la frescura de un director como Jonathan Levine la que ofrece, al menos por una buena porción de la película, otra cara a lo que de otra forma sería una variante de Twilight pero con criaturas menos estilizadas o pensantes.

R está en conflicto consigo mismo, con su naturaleza cambiada y su hambre incontenible. En un tiempo en que los zombies se han vuelto a poner de moda gracias a The Walking Dead, ofrece una faceta que es impensada: un muerto vivo con cierto grado de consciencia. Así es que, al menos hasta la mitad del metraje, será él quien narre una propuesta que sorprende por su vitalidad. Con buen sentido del humor y algo de añoranza por un pasado que fue mejor –lo cual Levine transforma con inteligencia en una crítica social-, se desenvuelve en un nivel interior con un dinamismo que le saca varios cuerpos de distancia tanto al amodorramiento de su fuero externo –su condición de cadáver- como a los competidores que buscan instalarse como alternativa literario fílmica para adolescentes.

El realizador de 50/50 demuele el prejuicio que debería formarse desde la simple lectura de la sinopsis a partir de la creación de un carismático zombie hipster «amante» de los vinilos –son muy logrados los pasajes en los que la música diegética se hace cargo de la escena-, al cual retrata con una paleta de colores oscuros que en el momento preciso pasa hacia otros más cálidos. R piensa con mucha más velocidad que con la que actúa, con un ida y vuelta mental que entrega el costado más apetecible de una película despreocupada que bien pudo haber jugado en la comodidad del espacio conocido, como hacen tantas otras que también tratan de clavar los dientes en aquel lucrativo mercado.

Desde el inicio se sabe que eventualmente cambiará hacia tierra firme, con el pesado lastre de Crepúsculo a cuestas y el innecesario basamento en Romeo y Julieta. Si bien la relación entre los personajes de Teresa Palmer –por momentos muy parecida a Kristen Stewart pero con algo más de sangre en las venas- y Nicholas Hoult –que sale bien parado, sin dudas- estuvo presente desde el comienzo, a medida que se convierte en algo posible, Warm Bodies pierde su fuerza, a la vez que su guión descontracturado gana en seriedad. R deja de racionalizar porque se hace más ducho con sus expresiones, pero con un un hablar todavía pausado y una mente adormecida, lo que tiene para decir carece del ingenio y la comedia que tenía en la primera parte.

Sean o no probables, con sus últimas dos películas el director se ha permitido explorar el amor, la amistad y las conexiones humanas a partir de situaciones complejas para las que ninguna de las partes están preparadas, y lo ha hecho con cuantiosas dosis de humor y mucho interés por sus personajes –lo incondicional tanto de Seth Rogen como de Rob Corddry para con sus compañeros de ruta, así como su función como comic reliefs, termina emparentándolos-. Hasta que lo obvio se hace cargo de la escena y las resoluciones se aceleran en pos de una certidumbre absoluta, Warm Bodies tenía algo que decir y su interés se potenciaba por la forma en que lo hacía. Jonathan Levine es, a fin de cuentas, quien se anota el mayor triunfo por pensar una forma diferente de contar una historia muy familiar.

 

 

 

 

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Migue Fernández

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