Dos primos treintañeros, que llevan unos cuantos años instalados en Capital, viajan en auto a General Villegas para un entierro. Las cosas no están del todo bien entre el bohemio Pipa y el aporteñado Esteban: el viaje y los reencuentros serán los que vuelvan a acercar a los primos o terminen de separar sus caminos.
Recuerdo la felicidad que sentí tras haber visto Villegas, la ópera prima de Gonzalo Tobal, durante el 14º Bafici, sensación que casi un año después todavía perdura. Con una alineación personal de estrenos que parecía haber tocado un techo temático -prácticamente todas las películas elegidas estaban protagonizadas por adolescentes-, un film que abordaba desde la comedia una etapa de madurez, igual que lo había hecho Masterplan días atrás, era refrescante. Igual lo fue estar frente a los Estebanes, Lamothe y Bigliardi, dos exponentes del cine independiente actual y presencias frecuentes entre los múltiples estrenos del festival, ambos con las sólidas interpretaciones a las que acostumbran, repartiéndose el peso de un protagónico compartido.
Villegas es una película de transición. Durante una buena parte es una valiosa road movie, el viaje de los primos hacia la ciudad que los vio nacer, con los dos centrales como polos opuestos que ven con decepción en lo que el otro decantó. El trayecto encuentra peleas, anécdotas y un vínculo que se renueva, todo acompañado por buenas dosis de humor ejecutadas con perfecto timing en manos de los sobrios actores, así como también una banda sonora notable y personal que cuenta con la firma de Nacho Rodríguez de Onda Vaga. Allí se pondrá de manifiesto uno de los logros centrales de Tobal: el lograr una empatía perfecta con ambos personajes. El espectador se corre de uno al otro, siente a cada cual desde la mirada de su interlocutor. Pipa (Bigliardi) abre la boca y en buena medida suena impresentable, pero cuando Esteban (Lamothe) le contesta es imposible no percibir lo impostado de quien intenta dejar su vida atrás y se fuerza a crecer.
Una vez compenetrados con los presentes de sus protagonistas, Tobal nos conduce por uno de los mejores viajes que el cine argentino ha visto en el último tiempo, trayecto que eventualmente termina y deriva en la segunda etapa de la película: los duelos. El entierro del abuelo es el literal, la razón del reencuentro. El otro es el personal, el que realmente nos importa, la introspección de ambas partes que por fin se reflejan en el espejo del otro y, por primera vez, no les gusta cómo se ven. Inevitablemente la llegada a destino es la pérdida del ritmo. Los vínculos familiares y las amistades recuperadas hacen que la película crezca y en parte se extrañe el tiempo anterior, el de la comedia, el de la ida. Su llegada es la de las imágenes más bellas, la de la más lograda fotografía y el aprovechamiento del espacio campestre. Es también la de la emoción y el crecimiento real, la etapa necesaria para que una de las grandes películas pequeñas del último tiempo termine de madurar.
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