Crítica de Vicenta

Una trabajadora doméstica analfabeta deberá transitar una larga serie de injustificadas instancias administrativas para que su hija abusada sexualmente pueda acceder a un aborto seguro.

Vicenta es una empleada doméstica de 54 años que vive junto a Laura, su hija menor quien padece un retraso madurativo, en un humilde barrio de la localidad bonaerense de Guernica. Una noche de julio de 2006, la protagonista lleva a la joven al hospital debido a un agudo dolor de panza que no le permite dormir. Tras la revisión médica llega la peor de las noticias: Laura está embarazada de 14 semanas. Vicenta intenta averiguar cómo fue posible que esto ocurra, y luego de explicarle a su hija cómo puede ocasionarse un embarazo esta logra reconstruir una escena que evidencia un ataque sexual cometido por su tío. A partir de este descubrimiento, la protagonista y su hija mayor, Valeria, comenzarán a recorrer un arduo y prolongado periplo que las llevará por comisarías, juzgados e instituciones de la salud, en pos de obtener un permiso que habilite la interrupción legalmente garantizada y sanitariamente óptima del embarazo no deseado de Laura.

El adentramiento de Vicenta y sus hijas en este bucle de trabas burocráticas y tratos denigrantes es el leitmotiv narrativo escogido por el director Darío Doria (Grissinopoli, Elsa y su ballet, Salud Rural), para ahondar en cuestiones políticas, sociales y culturales que exceden la potente historia elegida. El sometimiento a ese constante «ir y venir» administrativo, tan bien descripto por la narradora Liliana Herrero -quien encarna a Vicenta-; la dinámica violenta de las instituciones; los tiempos excesivamente lentos de la «maquinaria judicial»; y la intromisión arbitraria de actores que nada tienen que ver con el caso, son algunas de las situaciones a las que no solo tienen que enfrentarse Vicenta y sus hijas, sino también muchas otras mujeres, aun hoy en día. Resulta sumamente atinada la forma en la que el realizador involucra a la militancia feminista, tanto por el rol preponderante que jugaron en la resolución de la causa de Laura, como por la puesta en escena de la problemática en sus dimensiones reales -o sea, como una conflictividad social que lleva varios años de disputa-. Igual de pertinente es la exposición de las alteraciones en la vida cotidiana que produce la indignante dinámica institucional y, sobre todo, la falta de un marco legal que garantice a las mujeres el derecho a decidir sobre su propio cuerpo. Vemos cómo Vicenta pierde su trabajo por tener que realizar trámites diariamente, cómo la rutina familiar de Valeria se ve afectada ya que tiene que acompañar a su madre y el padecimiento de Laura, quien además de faltar a clases debe tolerar intervenciones humillantes sobre su cuerpo.

Ahora bien, tanto esta historia verídica como la perspectiva crítica del film asumen una forma novedosa, no por ello menos conmovedora, al ser representada mediante muñecos de plastilina y maquetas -120 figuras y 34 maquetas para ser exactos-. El nivel de detalle en la expresión facial de los muñecos -que nos sitúa en las apesadumbradas circunstancias en las que vive Vicenta-, y la minuciosidad en la textura de los objetos -desde los más grandes como las casas de chapa, los transportes públicos o las oficinas de los juzgados, hasta los más pequeños como los utensilios hogareños-, permiten que el sentido del realismo no se desmorone y que la narración adquiera un cariz didáctico. Sumado al excelente trabajo de dirección artística realizado por Mariana Ardanaz, cabe mencionar a la producción de sonido a cargo de Federico Esquerro. La incorporación de sonidos de exteriores tales como el del andar de los trenes y colectivos, los teléfonos, el viento o el ruido de la lluvia golpeando los techos de chapa, también juegan un rol crucial en la construcción del verosímil. Y si de aspectos técnicos notables hablamos, no podemos obviar la relevancia de la labor de Doria, quien logra sostener el ritmo de la película a partir de su evidente pericia para mover la cámara -no se trata de una animación al estilo stop-motion sino de figuras inanimadas-. El único recurso que se percibe por momentos inestable es la voz en off. Esto no se debe a la forma de actuar de Liliana Herrero, sino a la idea de contar los acontecimientos desde un discurso interior que toma únicamente la voz de Vicenta -quizás la utilización de un/a narrador/a que se ubique por fuera de los protagonistas hubiese aportado un mayor dinamismo-.

Sobre una base de procedimientos ingeniosos y poco tradicionales, Vicenta consigue establecerse como un documental tan innovador como emotivo. La decisión de reconstruir un caso real mediante la filmación de figuras de plastilina y maquetas a escala abre el camino para futuras experimentaciones dentro del género documental -más allá de que se recurra a algunos recursos tradicionales como el material de archivo periodístico, debido al rol central que ocuparon los medios en este caso específicamente-. Asimismo, la implementación de estos mecanismos también se destaca en términos dramáticos. La fijeza de los muñecos, el uso de una música minimalista y la recuperación de las diferentes versiones periodísticas -y amarillistas- sobre el caso, contribuyen a la generación de una atmósfera enrevesada, y a la vez verosímil. Por último, en lo que refiere a la mirada de la situación de las mujeres -quienes hoy en día continúan con su lucha por el aborto legal, seguro y gratuito-, podemos decir que es apropiadamente tratada en el film. El horizonte esperanzador que sugiere la particular experiencia de Laura y Vicenta se enmarca dentro de un entramado más amplio que es el que verdaderamente propicia esa perspectiva optimista: el de la participación política infatigable y la militancia feminista cada vez más convocante.

 

 

 

 

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Tomás Cardín

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