Juan, joven y mujeriego, debe encontrar rápidamente un compañero de piso porque su hermano se fue. Entra a vivir con él Gabriel, compañero de trabajo tranquilo, guapo y... rubio.
En apenas pocos años y con un puñado de largometrajes, Marco Berger ha sabido sacarle provecho al nicho de cine queer nacional. Con la dramedia Plan B se dio a conocer, y luego la siguió con Ausente, Hawaii, Mariposa y Taekwondo, todas con el deseo de lo prohibido y el homoerotismo a flor de piel como piedras fundacionales para sus historias. Un Rubio, su más reciente producción, no le esquiva a todos los vicios y caprichos del director, recurriendo a lugares comunes de su filmografía, animándose a cruzar la raya de sus propias limitaciones narrativas en ciertos aspectos pero quedándose atrás en muchos otros.
Un Rubio es la historia de Gabriel (Gastón Re, co-productor y nueva musa inspiradora de Berger) y Juan (Alfonso Barón). Ambos trabajan juntos en una maderera y comienzan a interactuar más cuando Juan le alquila un cuarto a Gabriel, en una convivencia mas que tirada de los pelos por la diferencia en las personalidades entre los muchachos. Juan es un mujeriego empedernido, mientras que Gabo es un hombre sencillo y callado, con una hija pequeña que deja al cuidado de sus padres. Carga en sus espaldas la pesada mochila de la muerte de la madre de su hija, pero su silencio constante no deja entrever nada de su sufrimiento interno. El pasar tantas horas juntos, en el trabajo y en el hogar, irá prendiendo una llama entre ellos que será difícil de apagar, más cuando los ajustados preceptos sociales comiencen a hacer mella en la relación sentimental de ambos.
La historia que presenta Un Rubio es una que ya conocemos bastante; numerosos relatos de amor homosexual han poblado la pantalla durante años, y ya es hora de intentar jugar un poco con los elementos ya utilizados. El cine de Berger siempre fue un constante quiero y no puedo, empujando a sus bellos protagonistas a un juego de histeriqueo sexual que nunca se concreta. Maneja muy bien la tensión, eso hay que aplaudirlo, pero los juegos nunca pasaban de ser otra cosa que eso, y es el cruce de su propia línea con el romance de Gabo y Juan donde finalmente concreta lo que previamente era escarceo. ¿Y ahora qué? El ritmo pausado y la repetición constante de rituales cotidianos aplasta el momentum narrativo de la trama, donde poco se avanza y menos se dice. La economía del guion no termina de explorar la psiquis de los protagonistas, excepto en contados casos donde los diálogos se hacen valer y remontan escenas que valen la pena por toda la película, pero son chispazos escasos que se sostienen a fuerza interpretativa de los actores.
El peso recae entonces en la labor de Re y Barón. Los silencios son comunes entre ellos y las miradas tienen que capturar la intensidad de los momentos, las sensaciones y emociones que ambos transitan. En el caso de Barón, hay una naturalidad buscada de macho de barrio de la cual sale airoso, mientras que Re debe subsistir con muchos menos elementos dado que a su protagonista lo apodan Mudo, por los pocos diálogos que se pueden entablar con él. Re es un buen actor, no diría excelente, y trabaja con lo que puede, pero el espectador podrá soportar un cierto cupo de miradas con ansiedad y vacías de expresión. El sentimiento de que Un Rubio podría haber sido un cortometraje expandido a largo es fuerte, sobre todo porque el estilo observacional de Berger tiene poco que contar y podría maximizar su narración en menos tiempo, sin juguetear tanto. Sin lugar a dudas es una de sus películas más logradas, pero es un claro ejemplo de avanzar una casilla y retroceder dos.
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