Las intrincadas tramas de espionaje internacional, propias de grandes autores de novelas de suspenso como Frederich Forsyth o John le Carré, hoy se ven alejadas de las pantallas. Cada tanto las del primero encuentran su camino en malogradas películas para televisión, mientras que las del segundo, si bien continúan llegando, lo hacen en períodos cada vez más espaciados. La industria ha elegido a un solo tipo de espía como carismático protagonista, relegando a los anónimos especializados en la inteligencia y contra-inteligencia hacia un rincón oscuro, lúgubre y frío, como la guerra. Un director acostumbrado al clima gélido, como Tomas Alfredson, es quien recupera la atrapante historia de Tinker, Tailor, Soldier, Spy, conduciendo con gran pulso un film de agentes como los que ya no se hacen, de aquellos en los que los disparos se cuentan con los dedos de una mano.
El sueco, realizador de la muy recomendable Låt den rätte komma in (la película de amor vampiro por excelencia), maneja con notable cuidado los hilos planteados por le Carré, controlando el tiempo narrativo y sin apresurar resultados. Con un ritmo pausado, ya lo había hecho en su anterior película, ahonda en una compleja red de engaños en la que, como bien sabe todo amante de la intriga, nada es lo que parece. Es que los guionistas Bridget O\’Connor y Peter Straughan (The Debt) se resguardan de mantener el preciado equilibrio al que debería aspirar cualquier adaptación literaria: un fiel respeto al original sin abrumar al espectador con las consecuencias del obligado recorte. Así es que se manifiesta la capacidad narrativa de Alfredson, tensando el misterio por unos prolongados 127 minutos que resultan en su mayoría llevaderos, gracias al flujo constante de información.
Un Gary Oldman en muy buena forma lidera un ensamble de destacables actores. Desde los jóvenes ascendentes Benedict Cumberbatch y Tom Hardy, cuya historia de los Scalphunters (literalmente Cazadores de Cueros Cabelludos) necesitaría una película aparte, hasta los integrantes del dudoso Servicio de Inteligencia, con quienes el protagonista juega al de tin marín de do pingüe, todas las interpretaciones están a la altura de las expectativas. A la ambientación de época, logrado retrato de la Guerra Fría de notable fotografía, debe sumarse una soberbia banda sonora del español Alberto Iglesias, que alcanza su punto más alto con una improbable, y sin embargo perfecta, versión de La Mer por Julio Iglesias. El cierre, coherente con toda la producción, en principio deja un sabor a poco que pronto se muestra como la conclusión ideal. La toma de posta, las miradas cómplices, el mandato asumido, pero el enemigo aún en la vereda de enfrente. Una victoria anotada, otro día más en la oficina.
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