Crítica de The Two Popes / Los Dos Papas

Explora la relación que mantuvieron el Papa Benedicto XVI y su sucesor, el Papa Francisco, dos de los líderes más poderosos de la Iglesia Católica.

El Carnaval terminó.

La iglesia católica, desde su fundación, ha sido superviviente de escándalos y contradicciones. Desde sus concilios, la supresión ad profeso de varios de sus evangelios sobre la vida de Jesús, el ascenso del mismo de profeta a hijo de Dios, el oscurantismo –ese penosísimo retardo de centurias en donde nuestra civilización fue negada a la reflexión y las ciencias-, la inquisición, la imposición de la fe armada de la conquista, entre muchos otros.

The Two Popes, película del brasileño Fernando Meirelles –si no han revisado las geniales Ciudad de Dios y El jardinero fiel, háganlo–, explora la dualidad, si bien no en su exacta dimensión, pero donde refleja de forma emotiva, fiel y elocuente el gran meollo de la fe, cuando esta se apoya sobre la existencia de sí misma, edificada en sus dogmas y llevada al ostracismo. Ese conflicto interno de una de las religiones monoteístas más poderosas de nuestro mundo, pero que a partir de la asunción de Joseph Ratzinger (Benedicto XVI), interpretado por un Anthony Hopkins encorvado, triste y adusto, el cual asumió el papel como Sumo Pontífice en el año 2005 –las capas de Hopkins, Ratzinger, el papado, la iglesia, todos deshojándose-, en medio de una civilización cada vez menos callada y más irreverente, donde el concepto de Dios se ve cercado por los hijos en la medida en que su concepto, arrimado a su propio ser, encerrado en sus instituciones y representantes, sean útiles para la vida.

Al principio la imposibilidad de explicar ciertos fenómenos, y en la medida en que los grupos humanos fueron creciendo y acoplándose en pueblos y ciudades, la religión copó el lugar de la escuela, las ciencias, la filosofía, y el derecho. La religión sirvió, a partir de la fe, para acallar los miedos e ir brindando a la sociedad de herramientas que permitieran hacer de cada uno de nosotros un ser provechoso, evolutivo. Hasta que llegaron los dogmas, y con los dogmas la imposición, y con la imposición los sesgos, y con los sesgos la muerte. La muerte de la creencia misma, la muerte del espíritu creador, la muerte de la verdad, el desaliento –como el mayor de los males, según Ciro Alegría-, incluso.

A partir del siglo XXI se hizo más patente el lastre de las religiones: como forma paliativa de evadir las realidades y, por lo tanto, las responsabilidades. Es allí donde Jorge Bergoglio (Francisco I), traído a las carnes de un Jonathan Pryce liberado, dando el balance justo a la relación con la institución que representa, y de lo que en principio se planteó como una doctrina de amor a los más débiles. Son ellos dos, Hopkins y Pryce, el asidero de un conflicto sutil, como un tango sucedáneo, que se desmarca del odio para recalcar la comprensión de los miedos: Benedicto XVI es un papa aplastado por el peso señorial de una tozudez milenaria; Francisco que, en el conflicto de su historia, esa historia que es Argentina –recordé Garage Olimpo, de Marco Bechis– y latinoamericana –miren que, entre nosotros, aparte de idioma compartimos tragedias–, trata de comprender cuál es su papel en el mundo. El primero declama que le gusta la compañía, aunque sus maneras ahuyentan todo aquello que no esté vestido de protocolo y/o reverencia. El segundo siempre ha querido ser él mismo, y al serlo ha tenido la desgracia, muy humana, muy terrenal, de atraer inconvenientes. El tema de la película es sobre el ceder o el cambiar. Ambas cosas fundamentales para que la iglesia católica, de una vez por todas, pueda entrar en la razón –sí, LA RAZÓN– de un tiempo en donde las personas dejan de creer en mitos y donde el infierno se hace más patente en nuestras calles.

La película, dirigida de forma más que precisa, no pretende ser una lección, ni de historia, ni de moral. Cierto que, en los últimos años, que no debe ser casual, el Vaticano ha tenido una apertura, no solo a la sanación de heridas –los casos de pedofilia-, sino a dejarse ver en sus entrañas. The Young Pope, del gran Paolo Sorrentino, que es una lectura más elegante y crítica sobre el rol de quien ejerce la jefatura del Vaticano, no viene a torpedear el trabajo de Meirelles, sino más bien complementarlo. Pero la del brasileño no se atraganta de contemplaciones. En una puesta en escena donde, sostenido por dos titanes, el conflicto se permea durante toda la película de una forma dulce y emocionante. Es una capaz de ensuciarse, de hacer mutis en los momentos íntimos, de mostrarnos la grandeza de los personajes en los planos, al mismo tiempo que tiemblan en su verbo. Un hombre que quiere ser Papa, pero ya no puede serlo; otro que no quiere serlo, pero sería mejor que lo fuera. Una Iglesia perdida en su guion de hierro, donde la benigna herramienta de la fe va pudriéndose por las disonancias cognitivas. The Two Popes es una joya que nadie esperaba, en este año lleno de gracia para el cine.

Silencio, de Martin Scorsese, trató con relativo éxito la evocación de los miedos sobre la inexistencia de Dios o, en todo caso, su callada influencia. The Two Popes habla de este y del silencio cómplice de las desgracias, donde la Iglesia católica tiene un gordo expediente. Dios está en la medida en que seamos responsables del otro: de las desigualdades, la destrucción de los recursos naturales, el sometimiento de la mujer, el hambre, las guerras, la muerte, el trance de vidrios molidos que peregrinan muchos de nuestros niños y niñas. Dios será el verbo: el hacer. No se puede prometer el cielo después de la muerte. No se sabe qué hay más allá. Es un engaño. Eso ya no tiene lógica.

La peligrosa Netflix cierra este año con tres de las mejores películas que hemos visto: The Irishman, Marriage Story y The Two Popes. El paraíso está en la Tierra.

 

 

 

 

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J. Gregorio Maita

Escritor (representado por la Agencia Literaria del Sur), periodista, director audiovisual, guionista cinematográfico, profesor universitario.

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