Desde los extremos lejanos del espacio hasta las calles de los suburbios de una pequeña ciudad, la cacería llega a casa en esta explosiva reinvención de la serie Predator. Ahora, los cazadores más letales del universo son más fuertes, inteligentes y mortíferos que nunca antes.
Shane Black no defrauda. Sea un proyecto original o uno parte de una franquicia, el hombre tiene un estilo propio que es capaz de inyectar en cada cosa que encara. En esta oportunidad tenía una parada difícil, dado todo lo que conlleva acercarse a Predator. El inoxidable clásico de 1987 no envejece, con lo que es difícil traer algo nuevo a la mesa. No hubo falta de intentos, con una fallida secuela en 1990, dos malos crossovers con Alien y un aceptable reboot en el 2010, de la mano de Robert Rodriguez. La tarea que se propone el director no es menor, con esto que ha llamado una secuela inventiva. Dado que la franquicia tiene una rica mitología a la que recurrir, él decide abordar esta nueva entrega como una continuación que reconoce el canon y sobre la que es posible seguir construyendo.
El cineasta convocó a su amigo Fred Dekker, con quien escribió The Monster Squad, para que trabaje con él en el guión de esta nueva versión. Como buena película de Shane Black, hay varios puntos de conexión con su cine. Diálogos ágiles y cargados de humor, un niño despabilado que es clave en la historia, acción pura y dura con set pieces alucinantes, y la ambientación durante algún período festivo –cambió la Navidad por Halloween-. Al igual que en la primera, esta abre en el espacio con una nave que llega a la Tierra, pero con la diferencia de que esta no lo hace sola y que la humanidad –o más específicamente los agentes del Gobierno norteamericano- está más preparada para su arribo. Con un nivel importante de autoconsciencia, es hasta capaz de desmenuzar el título –que suena genial, pero no es apropiado-, hace referencia directa a las películas previas como otras invasiones alienígenas que sucedieron y que sirvieron para estar listos para la próxima.
Más allá de las intensas conexiones con la franquicia, The Predator es una película de Shane Black así como lo fue Iron Man 3. No entrega un film al servicio del estudio o de los fanáticos, sino que lo hace suyo. Lo dota de un sentido del humor que es bienvenido, más allá de que mucho puede perderse en la traducción y no todos los chistes aterricen como corresponde. Para ello reúne un destartalado equipo de soldados rotos, cada uno con un tormentoso pasado que lo acompaña en la actualidad. Keegan-Michael Key y Thomas Jane componen una gran dupla cómica, con un vínculo de amistad trazado con sangre y que se refuerza a base de chicanas permanentes. Ese gran actor que es Sterling K. Brown tiene la oportunidad de ser el malo de turno como la autoridad gubernamental, un hombre de negro completamente al tanto de la situación y dispuesto a ensuciarse las manos cuando así lo requiera. Trevante Rhodes (Moonlight) se calza la 10 como uno de los principales héroes de acción, más allá de que el foco vaya más por el lado del arquetipo menos interesante de Boyd Holbrook o la científica de armas tomar que interpreta Olivia Munn. A ellos hay que sumar a Jacob Tremblay como uno de esos niños estrella que el cineasta sabe trabajar tan bien, cuyo trastorno neurológico dista de ser una limitación y lo vuelve guerrero.
Como buena película de Depredador, no se limita a la hora de inyectarla de adrenalina y se carga de grandes secuencias de acción, enérgicas y rebosantes de gore. No le huye a la sangre en pos de una calificación que la haga apta para un público más amplio, con lo que el extraterrestre del título tiene muchos cuerpos a los que atravesar como si fueran de manteca. Más allá de que hay brotes de violencia a lo largo de todo su metraje, esta explota sobre todo en el tercer acto, uno que conecta directamente con la original, en ese baile primitivo del hombre contra la bestia que para uno es supervivencia y para el otro cacería deportiva.
Ese ángulo funciona mejor, el de The Dirty Dozen contra el alienígena, la banda de veteranos que el sistema pone en cuarentena enfrentado a una amenaza interplanetaria que los supera en todo sentido. Pero como no puede hacer de nuevo la de 1987 y quiere construir sobre ella, hay todo un desarrollo argumental que genera menor interés y una serie de adiciones al canon que no todo el tiempo funcionan o que lo hacen en forma arbitraria. El Depredador mejorado genéticamente, sus perros de caza, los dispositivos tecnológicos fácilmente utilizables, la trama recurre a muchos saltos de fe que no la benefician y la convulsionan. Quizás ahí resida lo que más afecte a The Predator, esa necesidad de querer ser el puntapié de algo más, en vez de un punto final.
La confianza y contundencia de la original encuentra una nueva entrada en la franquicia que sabe lo que es, pero tiene más presente lo que quiere ser a futuro. Y eso termina por limitar a un realizador como Black, a quien no le importó contar la historia que quería de Tony Stark y darle su cierre, más allá de que pudiera chocar con los intereses de Marvel en su armado colectivo. Hay una intención de no jugar sobre seguro, cargarla de humor y todos los agregados en torno a la mitología de estos depredadores dan cuenta de un interés por no repetirse, pero termina moviéndose dentro de andariveles ya trazados.
También se siente cierta mano de Fox en el proceso, alguna desprolijidad que no parece propia del realizador. Bien sabido es que tenía un final planeado con Arnold Schwarzenegger que no se pudo materializar –indudablemente hubiera sido mejor que el que tiene- o que recibió la indicación de volver a filmar todo el tercer acto para pasarlo a la noche y que genere mayor cuota de miedo. Es, a fin de cuentas, una película menor en la filmografía de Shane Black, aunque como tal es mejor que lo que muchos tienen para ofrecer.
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