Crítica de The Other Side of the Wind

El envejecido director J.J. "Jake" Hannaford regresa a Los Ángeles después de años de un exilio autoimpuesto en Europa, con planes de completar el trabajo en el film innovador que supondrá su regreso.

Que se estrene The Other Side of the Wind es un verdadero acontecimiento. Una de las tantas películas inconclusas de Orson Welles, ve la luz a más de 40 años de haberla filmado y 33 años después de la muerte del reconocido cineasta. Un proyecto de desbordante ambición, supondría el regreso con gloria del cineasta a un Hollywood que lo había dejado de lado. Pero cuatro décadas atrás, la industria tampoco estaba lista para recibir con un abrazo al celebrado director e ignoró este magnífico canto de cisne, digno de profundo análisis y estudio. Autobiográfico a más no poder, su testamento fílmico es la última demostración del inagotable talento de un genio incomprendido.

Para terminar de apreciar lo que es The Other Side of the Wind, resulta fundamental el visionado de They’ll Love Me When I’m Dead, el documental de Morgan Neville sobre el frustrado trabajo de años en este film, en tanto que también es un lujo la posibilidad de disfrutar de A Final Cut for Orson: 40 Years in the Making, el corto documental que acompaña al estreno. El primero expone con detalles y entrevistas a los involucrados lo que Welles buscó hacer con su magnum opus, en tanto que recorre minuciosamente las múltiples dificultades que atravesó durante su filmación y su post-producción, signada por problemas financieros y legales que conspiraron para que nunca pudiera terminarla. El otro sigue a los productores Filip Jan Rymsza, Frank Marshall (Raiders of the Lost Ark) y Peter Bogdanovich (The Last Picture Show), los campeones detrás de esta odisea, y todo el proceso que emprendieron para lograr completar la película y llevarla a las pantallas de todo el mundo.

El ver estos dos documentos complementarios, ofrece una dimensión acabada de la tarea hercúlea que Welles se propuso llevar adelante. Una que se vuelve evidente que no podría haber finalizado por sus propios medios. Filmada a lo largo de seis años, con cámaras a color y en blanco y negro, en 8mm, 16mm y 35mm, necesitó que la tecnología se pusiera a tiro como para que su visión -o lo que se interpretó de ella- se materialice. Con su formato de una película dentro de una película y dentro de otra película, es una sumamente adelantada a sus tiempos, tanto que al día de hoy se siente moderna. Tratándose de una sátira del sistema clásico de estudios y del Nuevo Hollywood que emergía para alterar el status quo, es muy apropiado que se estrene por medio de Netflix. Hay un diálogo generacional, el envejecido Jake Hannaford se ve rodeado de jóvenes realizadores que lo admiran, parte de un movimiento cinematográfico que rompía con el orden establecido. Es perfecto, en ese sentido, que sea la plataforma de streaming que desde hace años cambia el paradigma la que le ofrezca refugio al último trabajo de uno de los directores más importantes del Siglo XX.

Uno se siente tentado a escribir párrafo tras párrafo sobre las tribulaciones que convirtieron a The Other Side of the Wind en un film maldito, pero el proyecto finalizado tiene demasiados méritos como para concentrarse exclusivamente en los problemas de su producción. Frenética y dinámica, su primera parte es explosiva. Welles, el director de ese clásico fundamental que es Citizen Kane, con el que estableció códigos que definieron a la realización cinematográfica desde entonces, vuelve a dar cátedra con una edición acelerada que toma desprevenido al más cauto. El falso documental sobre Jake Hannaford y los preparativos para su fiesta tiene un vértigo notable, instala a los personajes principales y sus dinámicas, perfila al protagonista y propone elementos de sincera comedia, como se pueden encontrar a lo largo de toda su filmografía. Además, se carga de la presencia de directores establecidos y de personajes que suponen versiones de otras figuras de la época, lo que aporta al realismo de este manifiesto descarnado.

J.J. es Orson, a pesar de que este último lo haya negado en repetidas oportunidades. Un celebrado director que vuelve a su tierra natal para hacer la película que le abriría de nuevo las puertas de la industria, una que lo considera uno de los grandes pero que no está dispuesta a financiar sus trabajos. En ese sentido, Welles tiene mucho que decir y lo hace con contundencia. La película de Hannaford es una al estilo del cine arte europeo de los años ’70. Una que el cineasta nunca hubiera hecho, una suerte de mirada con sorna a la obra de Michelangelo Antonioni y compañía, una persecución atmosférica de gato y ratón entre un joven y una femme fatale –encarnada por la sensual Oja Kodar, pareja de Welles-. Incluso ese falso film está rodado con el talento de un fuera de serie e incluye una seguidilla de secuencias absolutamente eróticas, de una belleza apabullante, las cuales se desarrollan al compás de su película.

Es que The Other Side of the Wind es el título de dos obras, que avanzan en simultáneo y nos ofrecen sendas miradas satíricas sobre el Hollywood de la época, mientras que ayudan a pintar de cuerpo completo a Jake Hannaford –y a Welles en el proceso-. Enmarcada entre las dos películas, hay una historia de traición a una amistad, un tema recurrente en la filmografía del realizador. La es entre un cineasta establecido y su ascendente protegido, Hannaford y Brooks Otterlake –que no son otros más que Welles y Bogdanovich, que se interpreta a sí mismo-, pero también la hay entre Hannaford y el protagonista de su último trabajo (encarnado por Bob Random). Si bien por momentos se percibe carente de foco y difícil de seguir, todo cambia cuando se entienden las motivaciones del cineasta y todo lo que quiso decir, respecto a Hollywood, respecto al cine de la época, respecto a quienes lo rodeaban, en la voz de su alter ego de agresiva masculinidad y toque destructivo, un hombre modelado como Ernest Hemingway interpretado en forma magistral por un John Huston entrado en años.

The Other Side of the Wind es uno de los tantos proyectos que apasionaron al cineasta por mucho tiempo, que rodó a lo largo de varios años mientras juntaba los fondos para autofinanciarse. La industria destrató a Welles, lo castigó inexplicablemente y manoseó su obra. Desde Citizen Kane demostró ser un adelantado a su época, a quien no siempre se valoró y que en forma injusta siempre se comparó a su trabajo posterior con lo que muchos consideran la mejor película de la historia. En ese sentido, este es su testamento. Una serie de ataques velados al cine de la época, un proyecto de factura artesanal, pionero, que de haberse estrenado cuando estaba previsto hubiera sido revolucionario. Seguramente no hubiera significado el comeback esperado, difícilmente hubiera sido un éxito de taquilla. Welles nunca entendió el concepto de una para mí, una para ellos. Tuvo que aceptar trabajos menores para filmar, pero nunca fue un cineasta intransigente. Y este es su film más personal.

 

 

 

 

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Migue Fernández

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