Dos hombres llegan a un faro ubicado en una isla remota. Allí deberán trabajar y convivir juntos durante cuatro semanas, hasta que lleguen sus sustitutos.
«¿Cuánto tiempo más
de paranoia y soledad?
Despertar aquí
es como morirse
con la propia destrucción.
¿Y qué es lo que hay que hacer
para evitar enloquecer?
No pensar que se es
o que se ha sido
y no volverlo a pensar jamás».
Pedro Aznar
«El aburrimiento convierte a los hombres en villanos», le dice Thomas Wake (Willem Dafoe) a Ephraim Wilson (Robert Pattinson), durante una de sus tantas conversaciones nocturnas. Ambos personajes ofician como fareros en una desolada isla -sin ubicación exacta tanto en términos geográficos como temporales-. Wake es un experimentado hombre de mar que detenta iguales proporciones de sabiduría y enajenación. Wilson, por el contrario, es un obrero recién iniciado en su oficio que busca asentarse económicamente. Sus posicionamientos jerárquicos y sus personalidades también son disimiles. Wake ocupa un puesto superior al de Wilson, siendo el primero el encargado de custodiar el faro, mientras que el otro se dedica a las tareas más arduas de mantenimiento y limpieza. Al mismo tiempo, el personaje interpretado por Dafoe es construido como una especie de tirano abusivo, y el de Pattinson exhibe un temperamento mucho más sumiso y temeroso -al menos en principio-.
Uno de los tantos méritos del director Robert Eggers (The Witch), en esta oportunidad, es el trabajo con el punto de vista. La narración se concentra en la perspectiva del personaje encarnado por Robert Pattinson. Esto no solo nos permite adentrarnos en su vertiginoso deterioro psicológico a medida que los días transcurren, sino que a la vez ayuda a sostener la indeterminación de aquello que es real o y lo que no. Esta supresión de la frontera que separa la razón del delirio también encuentra su punto de apoyo en la convivencia cotidiana de los protagonistas. La soledad, el aislamiento y la borrachera operan como generadores de la relación volátil, inestable y brutal que mantienen Wilson y Wake. Con respecto a estas cuestiones, resulta muy acertada la elección del formato 4:3 y la utilización del 35mm en blanco y negro. La conjunción de estos elementos formales -tanto la delimitación espacial que impone el 4:3, como el trabajo con las luces y sombras que permite el blanco y negro, como así también la extraordinaria banda sonora compuesta por Mark Korven-, refuerzan la atmósfera opresiva y asfixiante de la historia.
A pesar de que el film aborda asuntos realistas y concretos, también presenta una faceta fantástica -claramente influida por la imaginería de los relatos de H.P Lovecraft-. Este segundo nivel narrativo es construido de forma tan compleja como ejemplar, a través de diferentes dispositivos temáticos y técnicos. La degradación psíquica de Wilson se entremezcla con distintas supersticiones vinculadas a la mitología marina -representadas en creencias tales como la presencia de las almas de los marineros muertos en las aves, o en la figura de la sirena como objeto de deseo y fantasía-. Este tipo de fusiones entre problemáticas tangibles y abstractas abren en el film una zona pesadillesca y terrorífica en la cual la violencia, la paranoia y la sexualidad lo inundan todo. Este último punto es clave, ya que entre los protagonistas se mantiene una tensión tanto erótica como tanática, basada en el deseo y la represión sexual, y a la vez en el ansia de muerte/culminación. Todos estos elementos que podemos ubicar en la categoría de ominosos, inconscientes u oníricos también se intensifican a partir de una serie de recursos formales muy sutiles pero certeramente empleados. El sonido permanente de la bocina de niebla- foghorn– y de las olas golpeando las rocas, el aprovechamiento de la bruma que colma el paisaje, o la elección del inglés antiguo como argot, son algunos de los medios que consolidan la esencia fantasmagórica y apesadumbrada del relato.
Más allá de todas las cualidades previamente enumeradas, el film presenta una serie de inconvenientes. El primero de estos es la carencia de matices en los protagonistas. Aun cuando por momentos estos muestran una cuota de afecto y ternura o de arrepentimiento en relación a sus respectivos pasados, durante la mayor parte de la historia se hace hincapié en sus miserias y sus comportamientos más decadentes y agresivos. Esto no solo nos impide empatizar con ellos, sino que además nos hace más difícil soportar el ritmo de los acontecimientos -que en ocasiones se vuelven hasta redundantes-. Cabe mencionar que esta falta de variantes no es el único factor que hace que la película se torne un tanto farragosa. Los diálogos que los personajes mantienen sobre anécdotas de sus pasados sin brindar ninguna referencia o contexto para el espectador, el tecnicismo desmedido y la desmesurada cantidad de temas que se pretenden abarcar también contribuyen a que la trama se sienta abigarrada.
Si hacemos un balance general sobre The Lighthouse este da un resultado más que positivo. Pese a que por momentos peque de aparatosa, su propuesta radical y desafiante logra sobresalir, sobre todo en estos tiempos de abundante corrección política/estética. El film asume el riesgo de aproximarse a los límites de la moralidad y al costado más trágico de la conducta humana. Por otra parte, la puesta en escena de dilemas variados tales como la fragilidad de la razón, los vínculos basados en la humillación y la explotación, o los indefinidos límites de la violencia, así como también la gran destreza técnica y narrativa a través de la cual Eggers los aborda -incluyendo un trabajo con un pliegue más realista y otro de corte fantástico- hacen de The Lighthouse un notable ejemplo del cine como posibilidad de experiencia física.
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