Crítica de The Killing of a Sacred Deer

Un renombrado cirujano preside un inmaculado hogar con su esposa y sus dos hijos ejemplares. Al acecho de esta existencia suburbana idílica se encuentra Martin, un adolescente sin padre al que Steven secretamente toma bajo su ala.

Si esta reseña llevara un subtítulo sería: «Tenemos que hablar de Yorgos Lanthimos«. Es que con seis largometrajes, entre ellos Dogtooth, Alps y The Lobster, el realizador griego construyó una de las filmografías más coherentes y personales de la década. Él elige hablar sobre el ser humano desde la incomodidad; allí se para y cementa su idiosincrasia cinematográfica. La sordidez del mundo existe, nos rodea y espera a que alguien se encargue de sacarle polvo de vez en cuando, y se anime a retratarla en el lienzo de una pantalla.

Eso es lo que decide hacer Lanthimos con cada uno de sus trabajos. Si Dogtooth era una mirada ácida acerca de las instituciones -la escuela y la familia- y The Lobster una sátira acerca del amor y el libre albedrío, The Killing of a Sacred Deer es una parábola acerca de las acciones y sus consecuencias, una especie de tragedia griega cosmogónica. Es una película sobre las fuerzas macabras que nos presionan y cohesionan, aquellas que forman parte de una dimensión desconocida para el hombre. Lanthimos las vuelve metáfora, las simboliza; pero hay una de esas fuerzas que es tangible y concreta en toda la película: el mal.

La cara real de esa entidad perturbadora es la de Martin –uno de los mejores «antagonistas» que dio el cine moderno, interpretado por un descomunal Barry Keoghan–, un marginal, el peculiar personaje que viene a destruirlo todo. Es en lo perturbador de su presencia donde Lanthimos parece llegar al hueso del miedo. Ahí, en el coqueteo con lo sobrenatural -lo que escapa a la lógica científica, mejor dicho-, el realizador griego construye un film de horror minimalista y retorcido, muy cercano a la abstracción visual y sonora del Stanley Kubrick de The Shining, que se apoya en otro de los ejes sobre los que se erige la película: el sentimiento de falsa seguridad que le da el «poseer» a la burguesía, los códigos morales sobre los que se construyen infinitas torres de Babel.

Desde la puesta en escena, Lanthimos edifica su paradigma divino: planos cenitales, simetría y perspectiva, proyectan la visión de «algo» que mira sobre nuestras cabezas. Ya sea un mero voyeurista o un juez, la mirada de lo superior se detiene en los errores que no parecen advertir los que los cometen. No es casual ni inocente que el pecado original que da lugar al caos esté en el off, ajeno a los personajes o al propio espectador, a diferencia del sacrificio. Ahí se encuentra lo griego, la referencia a la que hace alusión el título: la tragedia de Eurípides, Agamenón, Artemisa y el ciervo.

Hay algo en el código interpretativo de los personajes del padre y la madre que encarnan Colin Farrell y Nicole Kidman –ambos espectaculares, repitiendo triunfo después de The Beguiled de Sofia Coppola–  que lleva a que, hasta en ese sentido, el viaje esconda más capas de las que parece tener. Los dos son hijos de la ciencia, puestos a prueba por lo no comprendido, y hasta sus especializaciones parecen estar hablando simbólicamente de algo invertido, sobre todo por sus comportamientos; es como si él fuera el oftalmólogo y ella la cardióloga, y no al revés.

Lo nuevo del griego Yorgos Lanthimos es una fábula sensorial, oscura y fantástica que nos invita a reaccionar, a correr el velo como espectadores y a darnos cuenta que el cine sigue ahí, interpelándonos a nosotros. Porque es para nosotros, y así será hasta que el mundo deje de serlo.

 

 

 

 

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Hernán Fretes

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