Aun con sus altas y sus bajas, a 2019 se le podría recordar con solemnidad temática como el año del paso del tiempo. Lo mismo se puede relacionar con sinfín de medios, y no es poca cosa que se trate del período que se despide de una década para darle la bienvenida a otra. Pero, aplicándose al séptimo arte -que tantos gustos y disgustos nos ha regalado-, es complicado ignorar que luce como el momento en que varios míticos cineastas han utilizado todo su poder para narrar melancólicas crónicas sobre el imparable paso de los días, yendo desde un actor que reconoce que su relevancia se ha ido, hasta un atormentado director que debe reconciliarse con su pasado para mirar hacia un mejor futuro. Y una de estas es The Irishman, un imperdible evento que marca el regreso de Martin Scorsese y compañía a un cine que se creía olvidado, pero que también vuelve para dar un comentario definitivo sobre su propia naturaleza.
Lo primero que se observa en la nueva película del neoyorquino es un plano secuencia, pero no se trata de uno emocionante y jovial como es el de Goodfellas, pues más bien es una amarga carta de presentación para Frank «El Irlandés» Sheeran, un hombre en decadencia que pasa sus últimos días con el peso de las decisiones que tomó en el pasado y que, según afirma con estoicismo, de joven creía que «pintar casas» era un oficio muy distinto al que imaginaba, pero fue finalmente el que eligió. Sin embargo, un primer gesto de violencia lo confirma: la expresión es más cercana a la sangre que mancha las paredes tras un asesinato, que a una delicada brocha que da nueva vida a lo viejo. Tales primeras palabras de Sheeran abren la puerta a un relato sin igual, uno que combina toda la épica del cine de gángsters con las reflexiones sobre la fe que han marcado la carrera del cineasta, dando un meditativo vistazo al crimen, a sus consecuencias y a la fúnebre vida de sus involucrados.
Por esto, los primeros momentos que introducen al Frank Sheeran de un enorme Robert De Niro son de un ambicioso alcance, yendo en tres épocas distintas -una en constante evolución- que avanzan siendo conscientes la una de la otra, narrando el ascenso en el crimen de un hombre contenido, pero finalmente frío y peligroso. Y quien es su boleto de entrada para tal vida es Russell Bufalino, interpretado por un Joe Pesci que fue sacado de su retiro de casi 10 años para un papel que vuelve a dar cuenta de su rango, pues no es uno que requiera de su explosiva personalidad, pero sí de una elegancia que lo vuelve una presencia tanto intimidante como apacible, regalando alguno de los diálogos más dolorosos -seguidos por milagrosos silencios-. Pero no todo es drama en The Irishman, y encuentra una de sus mayores virtudes en el ingenio de sus personajes y su complicidad, con momentos de brillante humor que no sofocan al espectador en lo que, en manos menos hábiles, sería una experiencia puramente flébil.
El que merece su propio párrafo y que, finalmente, termina apoderándose de cualquier escena -y de la película-, es Al Pacino en el papel de Jimmy Hoffa, un carismático líder sindicalista y una de las grandes amistades de Sheeran. Parece imposible, pero The Irishman marca la primera colaboración entre el actor y Scorsese, una dupla que debería haber trabajado junta en más ocasiones pues el resultado es superlativo. Salta a la vista el completo conocimiento de Al sobre su personaje, y lo llena de tal magnetismo que sus mejores momentos pueden ir desde un tierno baile con la hija de su amigo, hasta una electrizante fuga de cólera que por sí sola podría valerle una ya asegurada nominación a Mejor Actor Secundario. Sus compañeros de escena siempre están al nivel -uno que pocas veces puede verse-, pero es el protagonista de Scarface quien termina llevándose las palmas gracias a su histrionismo, componiendo a un hombre con una volátil personalidad y un final desolador.
Pero es tanto la buena labor de sus actores como la de su equipo detrás de cámaras, con un Steven Zaillan que firma un guion inteligente, sofisticado y que, junto a la inmejorable fotografía de Rodrigo Prieto, va revelando la información -que no es poca- con la gracia de un gran narrador, uno que jamás baja la intensidad y que siempre encuentra el plano más efectivo, la mejor decisión musical -no se puede ignorar la melancólica composición principal de Robbie Robertson– o el diálogo más oportuno para crear momentos icónicos. Pero esto no sería posible sin la maravillosa edición de Thelma Schoonmaker, que va saltando entre distintas líneas temporales sin jamás entorpecer el ritmo de la película. Todo lo contrario, hace fluir a sus más de tres horas de duración al grado en que cada minuto se siente necesario y que, para cuando el tiempo está llegando a su fin para todos sus personajes, compone una impecable hora final que reúne todas las virtudes del cine de Scorsese. Es intenso, pero también apacible, y sus últimos minutos son de una belleza tan desoladora como cautivadora.
Quizás, el aspecto que se queda a un nivel inferior al de sus compañeras es el mismo que casi hace imposible la realización del proyecto: el proceso digital para rejuvenecer a sus actores. Su meticuloso diseño de producción da cuenta de cada centavo invertido, pero fue el extenso trabajo de efectos digitales el que disparó el presupuesto de la película a más de 140 millones de dólares. El resultado es uno que puede distraer por momentos, pero que se va asimilando y no termina de dañar la inmersión creada por la inspirada recreación de los ’60, que por momentos es genuinamente convincente y resulta en una efectiva herramienta para su misma contundencia, apoyada totalmente en el crudo envejecimiento de sus grises personajes así como en los azarosos cambios de la historia estadounidense, incluso explorando con cuidado acontecimientos como el asesinato de Kennedy y la desaparición del mismo Hoffa.
Si The Irishman es un punto y final para la relación de Scorsese con el cine de gángsters, quizás también lo sea para el mismo subgénero, pues pocas cosas se pueden aportar más allá de la despedida de uno de sus maestros, que reconoce sus errores y virtudes para hacerlos lucir mejor que nunca. La película, que ya está teniendo su discreto paso por cines selectos de América Latina, se estrenará en Netflix el próximo 27 de noviembre. Pero hay pocas obras que por su propia naturaleza justifiquen tanto el verse en la pantalla grande, siendo una de los mejores y más completas películas de este año, una que será imposible olvidar por un tiempo.
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