A diferencia de lo que le sucedió a Kevin McAllister en la clásica Home Alone, los tres protagonistas de la nueva película de Alexander Payne quedan encerrados en las amplias paredes de la academia Barton durante la época navideña por decisión propia, a excepción del joven Angus Tully (Dominic Sessa), pero no por descuido de sus padres sino por la inhumana determinación de su madre (Gilliam Vigman).
Pero sería simple pensar solamente a The Holdovers como una película navideña, porque si bien el contexto fortalece las vivencias de sus personajes y lo que significa la unión en épocas de fiestas, lo que importa en esta ocasión es el retrato humano y la sociabilización del mismo, algo que le hemos visto anteriormente –y que es la gran fortaleza- de su director.
¿Quién mejor que Payne para narrar sobre la forzada convivencia de tres personas nostálgicas, de luto y deprimentes en épocas donde la sociedad celebra? Con sus colegas aprovechándose de su soledad y pagando platos rotos que el director del instituto aún quiere cobrarle, Paul Hunham (Paul Giamatti) debe quedarse al cuidado del edificio y de los estudiantes que no se reúnen con su familia durante el receso invernal. Junto a él estará la cocinera del centro de estudios Mary Lamb (Da´Vine Joy Randolph), aún en plena etapa de duelo por el fallecimiento de su hijo en la guerra de Vietnam; quienes deben atender a un puñado de consentidos estudiantes, aunque una serie de eventos hará poner el foco principalmente en Tully.
Desde el inicio que nos sentamos ante la butaca nos damos cuenta que no es un film más: el logo de Universal propio de la época –la historia se sitúa en 1970- y una introducción a la época festiva a través angelicales coros de sus estudiantes junto a la tenue aparición de Silver Joy de Damien Jurado que nos acompañará regularmente durante las más de dos horas de duración –en una colocadísima musicalización de Mark Orton– directamente nos adentra en su coyuntura junto a una construcción muy cálida con diversos planos y una fotografía propia al año de la historia a cargo de Eigyl Bryld.
Claro que las formas muchas veces no alcanzan –o sólo permite el elogio en sus aspectos técnicos-, por lo que el guión es otro de los puntos que nos demuestra que estamos ante lo que puede ser un clásico moderno. Los motivos y construcción de sus personajes tan sobrios van de la mano con la fabricación de la trama, con las características propias en el trabajo creativo de su director junto a David Hemingson para un retrato inicial de los personajes basados en miserias y afligidos, y a partir de allí concebir un camino óptimo para la transformación.
Sin embargo, la sensación no es lineal ni de una típica feel good movie –aunque es inevitable sentir un amague de eso-, ya que el sendero no está exento de problematizaciones ni secuencias unidas que profundizan en sus características, que explican y desarrollan las causas del presente de sus personajes y entender el porqué, fortalecido con vueltas de tuerca a la trama para que no abunde lo esperable.
Como también lo sabe hacer su realizador, la atmósfera que puede olfatearse como espeso y repleto de pesadumbre sabe no ser tan homogéneo al manejar un humor negro particular y con pequeños destellos de comicidad para alternar dichos momentos y –por qué no- asimismo aprovecharse de dicho drama para generar situaciones incómodas.
El guión apoyado fuertemente en sus tres personajes principales necesita que sus intérpretes estén a la altura, y que el largometraje cuente con premios a sus protagonistas verifica su enorme labor. Más allá de que Giamatti había demostrado su nivel en papeles más pequeños o en otro tipo de género, su colaboración anterior con Payne en Sideways (2004) lo lleva a otro piso en la caracterización del profesor Hunham. En el mismo tono pero en el lugar de las gratas sorpresas se encuentran las interpretaciones de Joy Randolph –con mayores pergaminos en la pantalla chica-, más posicionada desde el dolor pero con cierta reminiscencia a la querida Berta de Two and a half men, y el joven Sessa desde ese espacio sin vivencias adultas aún pero con densos conflictos familiares.
Es que, más allá de las características que pueden ser más extremas, la interpelación a través de la identificación por las experiencias de cada uno del trío se hace evidente y se puede equiparar a cualquier de nosotros en la vida misma. Poder retratarlo en un código específico, con muchas virtudes que se congenian técnica y argumentalmente, ineludiblemente logra traspasar en la pantalla un cúmulo de sensaciones que no nos deja indiferentes; algo que su director lo demostró –en diferente medida- a lo largo de su largometraje y vuelve a manifestarlo, justificando cada uno de los premios y nominaciones que The Holdovers viene cosechando.