Crítica de The Hateful Eight / Los 8 más odiados

En el frío invierno de Wyoming, un cazarrecompensas y su prisionera encuentran refugio en una cabaña habitada por nefastos personajes.

No hay duda alguna de que Quentin Tarantino vive en su mundo particular, uno que se nutre de tantas referencias cinéfilas que su propia filmografía ya se entremezcla en este mundo, creando una metareferencialidad increíble. The Hateful Eight es la viva prueba de ello, un western como ningún otro, perverso, sangriento, que no responde a ninguna ley del género excepto las propias reglas del mundo de Quentin. Es obviamente un festín para el fanático acérrimo del director, con todas sus virtudes y falencias ahora bien visibles debido a la megalomanía de un director que le escapó y le sigue escapando a toda clasificación.

Ya desde los mismos títulos de inicio, estamos ante una obra dividida en capítulos que, sabemos, será larga. Quentin elude una vez más la edición, y la larga presentación – con una insinuante pieza cortesía del maestro Ennio Morricone que salió del retiro a pedido del director – es una probada sustanciosa de la a veces agónica elongación que posee el octavo film de Tarantino. Minuto a minuto, los personajes se van presentando uno a uno. La última diligencia a Red Rock ya lleva a dos de los protagonistas del título, y en el camino levantará a dos más. En su posta en el camino, el resto de los odiosos ocho se hará presente, no sin dudas de por medio. Este grupo está conformado en su mayoría por actores fetiche del director, y aquellos a los que Quentin ha sacado provecho de sus actuaciones en sus películas.

Los selectos personajes le hacen honor al calificativo de odiosos presentado en el título. No hay personaje alguno que se gane la simpatía total de la platea. Si hay testamento alguno de las capacidades de construir un guión bien formado que tiene Tarantino, eso es la de convertir bastardos en verdaderos shows de lucimiento para todos los involucrados. Kurt Russell es lo más cercano a un justiciero nato, aunque se comporta para con su prisionera, la golpeada Daisy Domergue de una reveladora Jennifer Jason Leigh, como todo menos un caballero. Y no es para menos: Daisy es una bocafloja peligrosa que está a la altura de a companía masculina que la rodea. Samuel L. Jackson es el mismo motherfucker que ya conocemos, y no hace falta explayarnos más en la genialidad que es como actor, mientras que Tim Roth regresa a las huestes de Tarantino ocupando lo que en otra dimensión sería un papel ideal para Christoph Waltz pero ya agotó el mismo carisma de siempre. Otro que nunca falta, Michael Madsen agradeciendo obvio que Quentin lo tenga presente. El resto de los ocho los componen un explosivo Walton Goggins – este muchacho no para de arrasar en papeles no convencionales en Hollywood – el mexicano de turno Demian Bichir y el viejo general de Bruce Dern, que tiene poco y nada que hacer en este grupo, pero que igual está en la escena de los hechos.

La trama es una de las más teatrales que Quentin haya ingeniado. La mayoría de su metraje lo ocupa la mercería de Minnie como única locación, una cabaña en medio de la nada azotada por una brutal tormenta de nieve. Con unas pizcas de Diez Negritos de Agatha Christie en la mezcla, los ocho no siempre son lo que aparentan ser, y poco a poco la desconfianza irá creciendo entre ellos. Esto le da pie a los usuales monólogos grandilocuentes a los que nos tiene acostumbrados Tarantino, pero es tanta su locura por sorprender y abrazarse a sí mismo que no todos funcionan. Si lo pienso un momento, sólo uno, la historia de Jackson, es la que más se le queda a uno una vez terminada la película. Y eso que momentos no faltan. Como guión, creo que es uno de los menos pensados en la escasa pero valiosa filmografía, y hasta creo que sería un milagro que quede nominada como Mejor Guión en los próximos Oscar, galardón que siempre se termina llevando Quentin casi como premio consuelo.

Si algo no falta, es la sangre. Como no podía ser de otra manera, la dupla Nicotero & Berger se encarga de cumplirle los deseos más siniestros a Quentin, y cuando la violencia toma su merecido centro en la acción, no decepciona. Ya conocen a Quentin, y si todavía siguen sonriendo de oreja a oreja con el conflicto final en Django Unchained, imaginen los mismos preceptos de sangre trasladados a la cabaña en medio de la nada. Por eso lado, no saldrán decepcionados, y todos los involucrados le ponen el pecho a la bala… casi literalmente algunos, y no sólo el pecho.

The Hateful Eight quizás peque de excesiva y de ser un monumento onanista del propio Tarantino, pero no por ello deja de ser un festival imperdible para aquellos que saben que el tío Quentin siempre ofrece lo mejor de sí, y a veces se le va la mano.

 

 

 

 

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Lucas Rodríguez

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