Gustave H. es uno de los legendarios conserjes del famoso hotel europeo El Gran Budapest. En una época post y a la vez pre-guerra, él entabla una amistad con Moustafa, un joven empleado al que toma como su protegido. Pero cuando en el hotel ocurre un millonario robo de una pintura renacentista, todos los ojos apuntarán al famoso encargado.
Sumergirse por primera vez en una película de Wes Anderson es como entrar corriendo a una juguetería siendo un infante de cinco años. Sí, Anderson es una materia muy pendiente que tengo, y sólo lo conocía por chispazos que he visto de su excelencia en fragmentos de The Royal Tenembaums y The Life Aquatic como ejemplos más relevantes, pero la deuda está saldada de alguna manera con The Grand Budapest Hotel, una maravilla de fábula colorida y visualmente impresionante.
Una historia dentro de una historia que a su vez aloja el hilo narrativo más intenso del film, es una construcción fílmica abrumadora y tan bien orquestada como esas finas masitas que construye pacientemente el personaje de Saoirse Ronan. Lejos de sus papeles avillanados y oscuros, Ralph Phiennes se apropia del alma de la fiesta y genera con su conserje Gustave una calidez impresionante y muy palpable. Acompañado por su compañero en crimen, el joven botones Zero Moustafa -el agradable ingresante Tony Revolori-, ambos viven en el lujoso Grand Budapest las vicisitudes que la vida en el país inventado de Zubrowka significa, una nación aparentemente siempre en pie de guerra. Entre damas ricas acaudaladas y un crimen que deja en evidencia a una familia bastante oscura, el marco de la historia se divide en cinco actos, en los cuales transitan una multitud de personajes, uno más extravagante que el otro, donde no faltan los escapes imposibles de prisión, persecuciones a toda velocidad y un tiroteo para el recuerdo.
La impactante cantidad de personajes que entran y salen de pantalla le agrega un fuerte contrapunto a la dupla principal e incluso no faltan los cameos de los actores favoritos del director. Vale destacar al tenebroso heredero que compone Adrien Brody y su aún más oscuro ayudante Jopling en la piel de un fantástico Willem Dafoe, la transformación absoluta de Tilda Swinton en una avejentada condesa, la dulce Saoirse como la panadera Agatha o los toques de humor dispersos por grandes actores como Edward Norton y Harvey Keitel, por dejar algunos ejemplos dentro de la importante cantidad de caras conocidas en este opulento mundo hotelero.
La excelencia de Wes Anderson no sólo se detiene en contar una gran historia escrita por él mismo y dirigir a su elenco en un registro tragicómico, que coquetea momentáneamente con la comedia más negra. Él se deja llevar por su alma inventiva y juega con los formatos de lo que narra, haciendo que la trama que ocurre en el presente lleve un formato a pantalla completa, mientras que el pasado aparezca en pantalla de forma recortada. Esos pequeños toques son muy significativos y llevan a que otros aspectos del film se vean ayudados por la pericia del director. La fotografía es casi como una experiencia que empuja a la sinestesia, donde el espectador casi puede saborear la fuerte paleta de colores en pantalla, o hasta dejarse llevar por la inspirada banda sonora a cargo de Alexandre Desplat. Este, que viene de estar nominado al Oscar por su trabajo en Philomena, debería tener una nominación a los Premios de la Academia confirmada por este increible trabajo, que se alimenta de las imágenes y genera una relación simbiótica aplastante.
El final casi abrupto de The Grand Budapest Hotel deja una sensación de vacío importante. La aventura de Wes Anderson llega a su fin y deja con ganas de más, con una variedad de emociones y un viaje placentero totalmente disfrutado al máximo. Una experiencia cinematográfica única e irrepetible.
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