A pesar del milagro médico que ha hecho que su tumor se reduzca y que le ha comprado algunos años más de vida, Hazel nunca ha sido otra cosa más que una paciente terminal. Pero cuando un maravilloso giro inesperado llamado Augustus Waters aparece repentinamente en el Grupo de Apoyo a Niños con Cáncer, su historia está a punto de ser reescrita completamente.
Tenía mucho miedo de que The Fault in Our Stars fuese golpe tras golpe emotivo, de esas películas al estilo My Sister’s Keeper que no te dejan respirar del llanto de tan melodramáticas y prefrabricadas que resultan ser. El director Josh Boone debería haberme dejado tranquilo, porque su anterior proeza fílmica –Stuck in Love que se estrenó a fines de año en salas argentinas- tenía personajes bien delineados y un tratamiento romanticón ideal. Una vez terminada la función, y sin haber leído el libro en el que se basa, puedo admitir que The Fault in Our Stars es una deliciosa combinación entre personajes definidos y con personalidad de sobra, y una historia que no se sostiene en los golpes bajos constantes.
Desde el monólogo inicial de presentación de Hazel podemos ver que no estamos frente a otra comedia melodramática. Sí, tiene una banda de sonido que hila un tema pop tras otro y sí, en una historia con protagonistas con diferentes tipos de cáncer no van a escasear los momentos lacrimógenos, pero el tratamiento de la trama en general elige construir a sus personajes, darles dimensión, antes de hacerlos transitar por arduos caminos de autodescubrimiento, duras verdades y el más puro romance. De no ser por el guión de expertos en el tema como Scott Neustadter y Michael H. Weber -la dupla de 500 Days of Summer y la soberbia The Spectacular Now– Hazel y Augustus serían dos jóvenes con el tiempo contado, quejándose de la vida y sin generar una chispa de empatía con el espectador.
Ejemplos tan simples como el cigarrillo en la boca de Gus sería un detalle demasiado hipster y rebuscado, pero en las manos de los guionistas y del director, estos pequeños juegos adquieren un sentido específico, y los personajes de papel y tinta cobran vida en la piel de una pareja tan llena de química como lo son Shailene Woodley y la estrella en ascenso de Ansel Elgort. Ambos compartieron escenas como hermanos en Divergent y en esta ocasión les toca acercarse aún más y entregar sus propios miedos y esperanzas el uno al otro, en una combinación de química casi explosiva, que irradia ternura y candor durante toda la película. Shailene nació para hacer papeles de chica común y corriente y en verdad vende esa fragilidad escondida por un panel de picardía con creces, pero Ansel es la verdadera revelación, con una facilidad increíble para comprar al espectador desde el momento inicial. No puedo dejar de mencionar a Nat Wolff como el amigo casi ciego de la pareja, actor fetiche del director a estas alturas, y a la dupla parental de Laura Dern y Sam Tramell como los padres de ella, que si bien son secundarios de peso, nunca opacan a la pareja protagónica ni tampoco se terminan mimetizando con el empapelado.
No quería que me gustase The Fault in Our Stars. La histeria colectiva que generaba el libro y la parva de adolescentes hormonadas que me quitaban el libro de las manos mientras lo hojeaba en la Feria del Libro me generaba un rechazo insostenible. El trailer me daba risa. Pero me encanta cuando el cine me sorprende y me hace girar el timón de mis prejuicios, y por eso le agradezco a Josh Boone, por hacerme caer de nuevo en las redes de sus historias, y también por demostrar que en un argumento donde el cáncer parece ser el eje, simplemente sea una excusa para retratar el primer amor de dos personas únicas. Un aplauso Boone, tu próxima adaptación de The Stand del tío Stephen va a ser esperada con ansias.
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