Crítica de The Coldest Game

Un destacado matemático con problemas de alcoholismo es raptado por el servicio de inteligencia estadounidense, y obligado a disputar una partida de ajedrez frente al campeón soviético, durante la Crisis de los misiles.

Joshua Mansky (Bill Pullman), antiguo profesor de matemática en la Universidad de Princeton, pasa sus días en los bares de los suburbios neoyorkinos donde se entrega a la bebida y las apuestas. Su habilidad en el juego resulta tan sorprendente como los resultados que obtiene. Esa dichosa fortuna encuentra su punto de quiebre durante una noche en la que el protagonista es secuestrado por miembros del servicio de inteligencia estadounidense. Luego de ser golpeado y anestesiado, Mansky logra recomponerse una vez llegado al cuartel secreto de la CIA -que, como luego sabremos, está ubicado en Varsovia-. Allí se contacta con los agentes White (James Bloor), Stone (Lotte Verbeek) y Novak (Corey Johnson), quienes lo ponen al tanto de la misión para la cual lo han «convocado». Esta consiste en enfrentarse a Yuri Gavrylov (Evgeniy Sidikhin), campeón de ajedrez de la Unión Soviética, en una contienda de trascendencia internacional que constará de un total de cinco partidas. Dicho certamen oficiará como tapadera de la tarea de espionaje mediante la cual los agentes buscarán ponerse en contacto con un «topo» infiltrado en las filas soviéticas, quien deberá entregarles los planos de unas ojivas nucleares fabricadas por la URSS.

Si tenemos que ser benévolos y rescatar algunos de los pocos aspectos atractivos del film, podríamos empezar por el trabajo con las ambientaciones. Tanto Pawell Edelman como Allan Starski, director de fotografía y diseñador de producción, permiten al espectador ubicarse en el tiempo y el lugar que transcurren los hechos. El aprovechamiento de la arquitectura de la vieja Europa -aún hoy presente en la ciudad de Varsovia-, la utilización de vestuarios clásicos de las películas de espías, sumados a la sutileza con la que Edelman los pone en cuadro, logran retrotraernos al contexto de la Crisis de los Misiles y al punto álgido de la conflictiva relación entre Estados Unidos y la URSS. En este aspecto, también hay una serie de aciertos por parte del director y co-guionista Łukasz Kośmicki. El realizador recupera algunas emociones y gestos de la época como la permanente sensación de terror a un posible ataque nuclear -cuestión que además se instala como tema de conversación cotidiana-, la proliferación de declaraciones públicas de representantes políticos y militares como discursos apaciguadores y ocultadores de las tensiones reales, y el vínculo directo entre política y espionaje. Asimismo, aunque se sugieren de forma un tanto solapada, aparecen críticas para ambos bandos. Esto no solo se visibiliza en las actitudes traicioneras que existen al interior de los dos bloques, sino también en dichos y acciones de los personajes. Resulta ejemplar en este sentido la cualidad dual del General Krutov (Aleksey Serebryakov), quien por un lado reprueba la moral y los principios de los estadounidenses, al decir que mientras los comunistas creen en el valor de los hombres a los capitalistas solo les importa su precio, pero a la vez resulta ser un torturador y manipulador al igual que sus enemigos.

Pese a estos detalles interesantes, la película en tanto conjunto no logra cuadrar. En principio por el modo en el que se retoman varias premisas y motivos que se sienten descolocados e injustificados. La idea de que Mansky necesite consumir alcohol para no perder el control de su inteligencia, el empleo del personaje del hipnotizador (Artur Krajewski), o la relación de amistad entre el protagonista y Alfred (Robert Wieckiewicz) -director del Palacio de Cultura y Ciencia de Varsovia, y anfitrión del evento-, son algunas de las tantas ideas que terminan desperdiciándose, jugándole en contra al tono adusto que la propia historia establece, o peor aún resultando inútiles frente al desarrollo de los acontecimientos. Si continuamos con las operaciones narrativas, también podremos hallar serios problemas respecto a la mayoría de los plot twist que se suscitan, puesto que todos -podrán corroborarlo sin inconvenientes- no solo son absolutamente predecibles, sino que además se plantean de forma deficiente. Al mismo tiempo, algunas decisiones en torno a lo visual se advierten un tanto arbitrarias, sobre todo la inclusión de imágenes de archivo y de citas textuales de frases enunciadas por líderes políticos del pasado y de la actualidad. Estos elementos no-ficcionales no desempeñan ninguna función argumental y proceden como una especie de excusa artificiosa frente a la flaqueza del relato.

Es una tarea un tanto dificultosa analizar este nuevo largometraje de Netflix, en principio por sus propias condiciones de producción y visionado. En lo personal, estimo que más allá de los méritos o desaciertos del director y sus colaboradores, también es un problema notorio que la gran mayoría de las producciones de la mencionada plataforma resulten tan similares -por no decir genéricas-, a tal punto que muchas parecen hechas por el mismo equipo técnico. Pero más allá de esta preocupación «personal», The Coldest Game presenta diversos inconvenientes de realización. El juego de ajedrez nunca logra ser tan relevante como las actividades de espionaje, el contexto histórico resulta más apasionante que la propia historia -la cual no produce ninguna sensación de incertidumbre, peligro, ni de entretenimiento-, y las actuaciones, sobre todo las de Pullman y Verbeek, son tristemente desaprovechadas. Quizás pueda establecerse un curioso paralelismo entre una escena del film y la situación del espectador. Cuando el agente Novak conoce a Mansky, este le pregunta a sus colegas White y Stone: «¿Este es el tipo que va a ganar la Guerra Fría?». Una vez finalizado el film, los espectadores podemos hacernos preguntas muy similares a esta, como por ejemplo: «¿Con esta película se pretendía homenajear a los clásicos del cine de espías?» o «¿Esta es la clase de películas que Netflix nos va a ofrecer siempre?» Ante estos interrogantes solo queda esperar y desear que las respuestas sean por la negativa.

 

 

 

 

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Tomás Cardín

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