Crítica de Stoker / Lazos Perversos

Tras la muerte del padre de India, su tío Charlie, de quien nada se sabía, se va a vivir con ella y su inestable madre. Tras su llegada, India comienza a sospechar que este hombre misterioso y encantador tiene motivos ocultos, pero en vez de sentirse espantada, la joven marginada se verá más cerca de él.

El desembarco coreano en Hollywood que se produce este 2013 encuentra un muy buen segundo ataque en la forma de Stoker, la nueva película de Park Chan-wook. Tras los pasos de Kim Jee-woon y el regalo que resultó ser The Last Stand –y antes de que Snowpiercer de Bong Joon-ho haga lo propio-, llega otro trabajo de corte renovador de esos que asestan un duro golpe al lugar común, de aquellos que suponen una mirada fresca frente a lo que estamos familiarizados.

La experiencia visual y sonora que produce el film del asiático es demoledora. No implica esto pensar que el director es un pionero, pero que no sea el primero no amerita que se desmerezca el hecho de que lo que se ve en pantalla, hoy es una rareza bajo los estándares de la industria. Wentworth Miller, el protagonista de Prison Break que debuta como escritor, ofrece un buen guión que tiene referencias directas a Shadow of a Doubt de Alfred Hitchcock y presenta una particularidad muy rara de hallar: el complejo entramado que teje a lo largo de su metraje, que juega tanto con el imaginario de la protagonista como con el del público, requiere de una solución simple para hacer caer todas las piezas en el lugar que corresponde. Es una respuesta básica y coherente que funciona, sobre todo, por ser parte del universo de Park Chan-wook, un realizador que ha hecho del encierro y del autodidactismo una obra maestra (Oldboy).

Más allá de la fortaleza que en los papeles tiene Stoker, es el talento del surcoreano lo que la vuelve una película potente. Su joven protagonista tiene la capacidad de ver y oír aquello que otros ignoran, un aspecto que no tiene peso en la trama más que la identificación de un personaje con otro, pero que en manos del director se convierte en una herramienta para cruzar los límites de la percepción y llevar al espectador a otro nivel de goce. Es increíble como todavía lo cotidiano se vuelve mágico al ser visto a través de la lente de una cámara, algo que el realizador entiende y explota. El tintineo de una copa, el ruido que hace la boca al sorber un trago, el suave forcejeo del peine con el cabello, su contraparte entre los juncos y el viento –ni hablar del quiebre óseo-, cada sonido estalla en pantalla como algo que nunca se ha oído. Park Chan-wook atiende al detalle y en ese cuidado preciso sobre lo que tiene delante conduce a una apreciación plena de lo que tenemos alrededor, una experiencia placentera y novedosa a partir de lo habitual.

Mia Wasikowska es quien lleva la delantera en este thriller de suspenso por interpretar a una joven que, al entrar en la madurez, se abre a un mundo nuevo. El descubrimiento sobre quién es, el interés que toma por su tío y su despertar sexual –la escena de la ducha es verdaderamente inesperada- le otorgan un nivel de complejidad superior al que pueden tener sus dos acompañantes, el Charlie de Matthew Goode que siempre se muestra un paso adelante o la inestable figura materna de Nicole Kidman, quien pierde peso en pantalla a tal punto de evaporarse sobre el final. Con una participación minúscula como el padre de la joven, también hay que mencionar a Dermot Mulroney, que si bien tiene un tiempo mínimo de cámara es una presencia constante, y sólo necesita de un gesto –un desvío de la mirada, para ser más exactos- para transmitir un espíritu de resignación que lo emparenta con el Harry Morgan (James Remar) de Dexter.

Park Chan-wook usa la pantalla como un lienzo. Más allá del excelente apartado sonoro –que se potencia a partir de una notable musicalización, desde Summer Wine hasta el excelente dueto de piano compuesto por Philip Glass-, el coreano dispone las imágenes como si de una obra de arte se tratara. Se hace gala de un muy buen montaje que funde paisajes e impresiones para terminar de crear el fresco que el coreano traza, a veces en forma literal con ciertos dibujos y escritura caligráfica. Si bien hay buenas dosis de violencia –estilizada, como tanto le hemos alabado a Nicolas Winding Refn-, en su paso a Hollywood el director coreano necesita bajar un poco los decibeles, lo que no implica que pierda su esencia. Puede no llegar al nivel de sangre al que su trilogía de la venganza ha acostumbrado, pero de todas formas es un trabajo más provocativo de lo que se podría esperar, y eso es bienvenido dentro de un género que ya no sorprende.

 

 

 

 

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Migue Fernández

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