Crítica de “Sin novedad en el frente”: El hambre como símbolo de salvamento y perseverancia

Uno de los mejores estrenos de Netflix en el año.

Una leve capa de neblina inunda los bosques franceses. En el corazón de la tierra, una familia de zorros se refugia en el calor de sus pelajes, mientras uno de los pequeños animales se alimenta del vientre de su madre. Fuera, el fulgor de una guerra que amenaza, silenciosa y estruendosa.

De entre los miles de cuerpos que conforman la tierra de nadie, un uniforme deshecho por las esquirlas es restaurado minuciosamente para luego transformarse en el velo de Paul (Felix Kammerer), un joven que, junto con el resto de sus amigos, se enlista orgullosamente para participar en el frente alemán. Sin comprender los ecos fantasmales que desprende su nuevo atuendo, el soldado marcha alegre, vitoreando a la par con sus camaradas hacia un destino tan incierto como engañoso. El orgullo y la gloria se transforman en trincheras inundadas y bocados de panes tan duros como los cuerpos inertes y sin vida de los cientos de chicos que se embarcaron hacia una muerte directa.

Atrapado en una trinchera paciente, Paul se enfrenta al arma más mortífera; el hambre. Sin poder avanzar más que unos metros hacia el puesto enemigo, la comida que los rodea es proporcional a las chances de volver a su hogar, caliente y sobreprotector como aquel mamífero que alimenta a sus hijos. Como si de un juego se tratara, el joven soldado junto con Katczinsky (Albrecht Schuch) acechan una granja aledaña para robar un ganso que llenará sus desnutridos vientres por la noche. La amistad, que inició con el simple acto de compartir una barra de pan, evoluciona a lo largo del film como un símbolo de confidencia, en dónde la búsqueda incesante por sobrevivir, tanto de las balas como de la escasez de comida, abre el debate sobre el pasado que fue y el futuro que vendrá.

Rodeados por un presente que promulga el cese al fuego definitivo, el reloj que inicia la cuenta regresiva para volver a casa hace que la batalla se transforme en un ciclo eterno de sangre, llanto e incomprensión. La supervivencia del más fuerte se arraiga de las funciones motoras de Paul, traicionando su propio ser para poder alcanzar un día más dentro de este ciclo infinito. Es, rodeado de barro en un cráter tan profundo como las raíces de un árbol, que el joven cruza el límite de la moral, solo para luego arrepentirse en un llanto ahogado de redención. En este juego del gato y el ratón, en dónde el premio mayor es parar a deleitarse con algún banquete olvidado, la inocencia y el mismo símbolo de humanidad se transforman en la insoportable necesidad de seguir vivo un día más, logrando subsistir por aquellos que quedan a mitad de camino, sea por el fuego de los lanzallamas enemigos como por el suicidio que acalle las dolencias.

De esta forma, Edward Berger logra con su film un relato bélico que se corre del logro heroico de luchar por una nación y decide apoyarse en el miedo humano, construido tanto por la incertidumbre de los bombardeos que suenan a centímetros de distancia como por la desolación que dejan los cuerpos que, alguna vez, compartieron una cena entre risas y recuerdos.

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