Tras devorarse al mundo entero con la sublime Gravity, el mexicano Alfonso Cuarón tenía carta blanca para abordar cualquier proyecto que quisiese, pero decidió regresar a sus orígenes y entregar en Roma una oda íntima y reflexiva sobre su propio seno familiar en los años ’70. Por supuesto no es una autobiografía sino un homenaje a esas criadas domésticas que, invisibles, ayudaron tanto a la familia que las empleó mientras que ellas mismas transitaban cambios tectónicos en sus propias vidas, pero es una alabanza tan sentida y hecha con un nivel técnico tan elevado que se le pueden perdonar varios deslices en el camino.
Cuarón firma su propio guion y narra la historia en apariencia sencilla de Cleo (Yalitza Aparicio), una mujer insertada en una familia ajena a quienes debe servir siempre y cuando se respeten las diferencias que los separan, pero que a la vez la acogen de manera cálida como un miembro más. Esta familia de clase media-alta acomodada en el barrio que le da título al film no tiene apellido, dando anonimato pero también universalidad a este microcosmos doméstico que veremos transitar por más de dos horas frente a nosotros. Es imposible no sentirse absorbido y absorto desde los títulos iniciales, donde una tarea tan banal como la limpieza de un patio interno se transforma en una escena bellísima gracias al tacto y al ojo del mexicano, que ocupó él mismo la tarea de director de fotografía sin contar con la ayuda de su inestimable amigo, el oscarizado Emmanuel Lubezki. La ausencia apenas se nota, y para el momento en el que ese avión surca los cielos, todo reflejado desde un diminuto charco de agua enjabonada y en blanco y negro, sabemos que estamos ante una película que le otorga peso de blockbuster a un casi culebrón centroamericano.
Hay ciertos elementos de Roma que recuerdan mucho al neorrealismo italiano, y las comparaciones con el incandescente cine de Luis Buñuel no caen en saco roto: Cuarón destapó la caja de recuerdos y, junto a ella, le imprimió todo su núcleo emocional para que cada escena resulte en el mayor impacto posible para el espectador, que la platea se sienta parte de esta historia, y durante mucho rato lo logra. Un desencanto amoroso bastante cruel, un padre que sistemáticamente abandona a su familia, una reunión de Navidad a todo lujo, son momentos capturados por un ojo avizor que está atento en cada detalle y cada sonido pensado para generar momentos nostálgicos. Es entonces cuando las escenas más importantes del film se convierten en puntos de contención, que dividen a la platea entre obra maestra y película manipuladora. Un parto en las condiciones menos deseadas, la compra de una cuna que se convierte en una pesadilla de un momento a otro, una tarde en la playa, son catalizadores de escenas tan humanas que duelen, pero no dejan de echar sal en una herida que parece más propia en el cine de otro mexicano, Alejandro G. Iñárritu, que del de Cuarón. La decisión será meramente objetiva, ya que cada uno reaccionará a estos momentos acorde a lo que sienta, pero si hay algo que no se puede soslayar es la fuerza interpretativa de Aparicio, que con apenas unas palabras puede tumbar al más escéptico con la naturalidad y sencillez de sus diálogos.
Creo que las expectativas de todos habrán estado por las nubes, ya que Roma ha saltado de festival en festival, cosechando laureles y ocupando la cima de las listas de fin de año. Imprescindible, obra maestra y demás, es lo que se dice de ella. Puede parecer un poco lenta al principio, pero es la gracia de Cuarón: uno no se da cuenta hasta que se ve inmerso en su sencillez y realismo y, al lograr eso, la empatía por la familia y por Cleo lleva a lugares mágicos como esa maravillosa clase al aire libre de artes marciales que le otorga un aura de semidiosa (para mí, uno de los mejores fotogramas del año) o totalmente devastadores como la escena en la playa, que culmina todo el viaje que Cuarón le tiene preparado a sus espectadores. Roma no será el evento que todos habrán esperado, pero saldrán agradecidos de ver justo lo que necesitaban.
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