En el atentado durante los Juegos Olímpicos de 1996, en Atlanta, el guardia de seguridad que fue catalogado como héroe por haber detectado tempranamente la bomba es luego marcado por la prensa como uno de los sospechosos.
The Mule fue una excepción dentro de la filmografía reciente del inoxidable Clint Eastwood, no solo porque marcó su vuelta frente a cámaras tras algunos años enteramente dedicado a estar detrás de ellas, sino porque rompió con lo que era una exploración del heroísmo norteamericano en diferentes variantes. Sea el francotirador más letal de la historia estadounidense en American Sniper, o los hombres comunes llevados a situaciones extremas en The 15:17 to Paris o Sully, el cineasta volvió a indagar en aquellos actos de valor de héroes silenciosos que examinó a lo largo de toda su carrera. Richard Jewell es un personaje a la medida de las sensibilidades del realizador, un guardia de seguridad que, llegado el momento clave, respondió como tenía que hacerlo. Y lejos de celebrarlo, se lo condenó a un calvario.
Hay mucho de Sully en Richard Jewell, en relación al tratamiento brindado al protagonista. The 15:17 to Paris fue un trayecto hacia el acto de heroísmo y a la condecoración del trío de amigos que impidieron un atentado. En las otras dos, el salvar al mayor número posible de vidas es punto de partida para una dolorosa odisea en la que el héroe es sometido a juicio. Su acto de valor debe haber sido consecuencia de un error o parte de un montaje para conseguir el reconocimiento que no recibe en su vida cotidiana. Se traza un claro paralelo entre una película y otra, como para hacer un doble programa: El héroe juzgado.
Y con ello, Eastwood se adentra en una faceta interesante que deja en offside a sus críticos de pensamiento, que no pueden ver al autor más allá del rostro conservador. Es que la balada de Richard Jewell es una de acordes tristes, tocada al compás de las necesidades de determinados poderes que eligieron cancelar al héroe. Que escribieron un relato acomodaticio a los intereses que tenían, sin importar el sujeto. Si no hay un responsable, se lo fabrica. El poder mediático y el gubernamental, representados por sórdidos agentes que incineraron la reputación de un individuo, que dispararon primero y preguntaron después. Olivia Wilde y Jon Hamm son los bellos rostros de la deshonestidad, artífices de un ardid publicitario sin ningún otro propósito más que dañar al hombre recto.
Ahí está Richard, ayudando a juntar ramas para encender la fogata con la que quieren quemarlo vivo. Paul Walter Hauser, que se gana un protagónico hecho a su medida luego de algunos destacados trabajos secundarios con los que se hizo notar en los últimos años, enerva en la tibieza con la que encara a quienes buscan destruirlo. Cabizbajo y permisivo, soporta una cantidad intolerable de abuso institucional. Su abogado enloquece con cada nueva oportunidad con la que Jewell facilita el trabajo de sus verdugos. Y quizás en lo inmediato no se aprecie lo significativo de esto. Watson Bryant –con otra sólida labor de un Sam Rockwell que disfruta el mejor momento de su carrera- desespera y le repite que no trate de ser su amigo, que ellos quieren freírlo. Pero el pensar que eso se debe a una intención de pertenecer, subestima a Richard y a lo que propone Eastwood.
El conseguir que este acusado responda, y haga valer sus derechos, es un proceso demasiado largo como para que se tome a la ligera o se resuelva con mayor dinamismo. Jewell es una cabeza perfecta fruto de ciertas instituciones norteamericanas a las que respeta. No es que él quiera ser amigo de los oficiales que quieren hundirlo, él venera la autoridad y la ley, aquello que representan. Dar pelea es enfrentar al sistema que lo produjo, que lo formó. Un sistema que no debería fallarle.
Y con ese pulso impecable que lo caracteriza, Eastwood no defrauda. Entrega un relato clásico que indudablemente se toma su tiempo, que por momentos hace sentir el rigor de sus más de dos horas. Ocurre que no hay mucha vuelta que darle al caso. De hecho, resulta increíble que se haya llegado a tal extremo de pésima labor a nivel investigativo. Fake news viralizadas en una etapa previa a la explosión de Internet, por agentes y periodistas que compraron pescado podrido y, lejos de retractarse o chequear la información, insistieron con ella hasta las últimas consecuencias. ¿Quién querría ser héroe en esas condiciones?
A sus 89 años, Clint Eastwood da otra muestra de lucidez, con un hecho sucedido hace 25 años pero que tiene total relevancia en la actualidad.
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