John Rambo está viviendo en un rancho en Arizona y disfruta de una paz que se le ha escapado a lo largo de su vida. Cuando desaparece su sobrina, la única familia que le queda, Rambo decide ir en su búsqueda tras la frontera con México.
Hay sentimientos encontrados a la hora de escribir sobre Rambo: Last Blood. Hay una una mirada objetiva que, indefectiblemente, choca con aquella de la fanática de todo lo que haga Sylvester Stallone.
Al comienzo de esta nueva aventura, vemos al protagonista atravesado por los traumas que acarrearon las múltiples misiones ejecutadas a lo largo de su vida, desde Vietnam a Afganistán y Birmania. Todas estas circunstancias dejaron marcas muy fuertes en este dañado personaje; es un paria, un marginado. La presentación de este John Rambo es como debe hacerse con todos los personajes, en plena acción. Este es metódico, meticuloso y celoso de sus espacios.
En esta ocasión, por primera vez en su vida realmente experimenta el retiro, así como también se da la posibilidad de tener una familia. Se dedica a hacer trabajos de campo y sus únicas preocupaciones son su sobrina, a la que quiere como a una hija, y la abuela de esta. Todo transcurre con normalidad hasta que la joven le comunica que quiere buscar a su padre biológico en México, casi en la frontera con Estados Unidos. Desafortunadamente caerá en manos de personas que manejan un cártel mexicano, encabezado por Sergio Peris-Mencheta (Resident Evil: Afterlife) y Óscar Jaenada -Luisito Rey de la serie Luis Miguel-. Al enterarse, Rambo decide ir a buscarla y emprende un viaje donde conocerá sus limites y hasta dónde puede llegar para salvar a su familia.
Vale la aclaración respecto a las dos miradas que chocan en este texto, dado que verdaderamente es una película floja de guion. Se siente que cae siempre en los mismos lugares, un cliché detrás de otro. La actuación de Stallone es buena, pero no todo lo que debería ser si se considera que es el cierre de una saga, la despedida de un personaje icónico. El resultado es una fórmula repetida en las últimas tres entregas. Todo lo que sucede es una excusa o conducto para la escena final, donde Rambo desata toda su ira y expone sus capacidades para masacrar a los malos en masa. Si se tiene en cuenta que finalizaba una era para uno de sus personajes más emblemáticos, podría haber arriesgado un poco más, como hiciera con el Rocky Balboa maduro para la etapa de Creed.
Pero por otro lado, cómo decirle que no a Stallone si él es una leyenda en sí. Todo está desplegado para que demuestre su talento, ese particular conjunto de habilidades especiales que es tan propio de Rambo. La violencia es extrema, precisamente lo que uno sabe que va a obtener al escuchar ese apellido tan simbólico. Cuando el fanático se sienta en su butaca recibe lo que le prometieron: acción, golpes, balas, flechas y el tan característico cuchillo de acero damasco de nuestro eterno soldado.
Si vamos a los aspectos técnicos, no hay nada que particularmente se destaque por más que un conjunto competente de profesionales abocados a la tarea. Detrás del guion está Sly junto a Matthew Cirulnick, un escritor de poca experiencia en largometrajes, basándose en una historia que el primero concibió junto a Dan Gordon, un hombre de mayor trayectoria en el género, con Passenger 57, The Hurricane o Wyatt Earp en su haber. Stallone depositó su confianza en Adrian Grunberg, un realizador que desarrolló prácticamente toda su carrera como asistente de director o director de segundas unidades, con solo una película en su haber como es Get the Gringo. Por último, Brendan Galvin estuvo detrás del departamento de fotografía, uno de los aspectos más importantes en las películas de acción, quien aporta toda su experiencia de años a la labor en títulos como Escape Plan, Immortals o Behind Enemy Lines.
Cuando John Rambo vuelve, tira la casa por la ventana. Y esta es una sinfonía sobre la venganza.
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