Crítica de Qué culpa tiene el tomate…

Documental que aborda el proceso que atraviesa la comida cuando no pasa por el supermercado. Se trata de un proyecto colectivo llevado adelante por siete directores de diferentes países: Alejo Hoijman (Argentina), Marcos Loayza (Bolivia), Josué Mendez (Perú), Carolina Navas (Colombia), Paola Vieira (Brasil), Alejandra Szeplaki (Venezuela) y Jorge Coira (España).

Qué culpa tiene el tomate, película iberoamericana ganadora de la Selección Oficial del MOMA, se trata de un documental realizado por siete directores de diferentes nacionalidades, que abordan de manera conjunta el proceso que atraviesa la comida cuando no pasa por el supermercado. A través de un recorrido por los distintos mercados populares, se logra un acercamiento a las distintas culturas y formas de vida propias de cada región. Pequeños productores, feriantes y consumidores dan cuenta de un estilo comercial antiguo que mantiene las tradiciones por fuera del circuito de las grandes cadenas y distribuidoras. Si bien el planteo es interesante, como suele suceder en cualquier proyecto colectivo los resultados de cada segmento son dispares, por lo que en consecuencia a nivel general este queda a mitad de camino.

Uno de los grandes atractivos de la propuesta es la participación tanto de directores de trayectoria y reconocimiento en festivales a de todo el mundo, como de realizadores jóvenes con menor experiencia y miradas frescas. El argentino Alejo Hoijman, quien estuvo detrás del multipremiado documental Unidad 25 (2008), es quien inaugura el filme con un trabajo que es en muchos aspectos diferente al de los otros seis, lo que no necesariamente implica algo positivo. Su cámara documenta el proceso productivo de una pareja mayor en las tierras de Misiones, antes incluso de que el alimento llegue al puesto de venta. Su postura es de testigo, captura la jornada de trabajo sin interactuar con sus personajes, quienes no hablan ni siquiera entre ellos. Con su planteo, no obstante, pareciera que busca reflejar con fidelidad la monótona vida de ciertos hombres de campo. Un cautivador despliegue visual de la región mesopotámica se ve acompañado de un interminable silencio y un crudo costumbrismo que suponen que la película sea algo pesada y monótona desde el comienzo.

Esto cambia rápidamente a partir del segundo segmento, a cargo del boliviano Marcos Loayza, el cual demuestra que se puede mantener el interés y a la vez lograr un desarrollo ágil y colorido. Esta tendencia se irá profundizando en algunos de los países, con música y testimonios a la cámara, que permiten que se imprima a lo documentado un sentir nacional que no aparece durante la primera parte. Encarar por separado cada fragmento conduce a que ciertos planteos se vuelvan repetitivos en el tratamiento y que, al fin y al cabo, no sean del todo distinguibles entre sí. Más allá de que apunten a reflejar cosas diferentes, tanto el de Colombia como el de Bolivia y Perú, son ciertamente parecidos, y si se reconoce su procedencia se debe a alguna locación o vestimenta determinada. Para tal caso se podría hacer mención al realizado por Alejandra Szeplaki de Venezuela, que tiene muchas similitudes con el resto aunque acaba por diferenciarse al centrarse en un restaurante que sirve comidas típicas.

Al fin y al cabo son las miradas de Brasil, a cargo de Paola Vieira, y España, por Jorge Coira, las que se reconocen con mayor facilidad (sin contar a la Argentina que abarca otro proceso), así como las que otorgan un mayor disfrute. Ambos realizadores ofrecen el mismo enfoque sobre los mercados populares aunque lo hacen a partir de sujetos carismáticos que aportan su cuota de humor a la vez que se regocijan por su momento delante de las cámaras. De esta manera, con personajes extravagantes, cortes rápidos y buena música, se regala un poco de entretenimiento sin perder de vista la idea central del proyecto.

«Qué culpa tiene el tomate» se preguntaba Víctor Jara en La hierba de los caminos y siete directores de nacionalidades diferentes van en busca de su respuesta. El proyecto es interesante y sin dudas es una apuesta diferente, su resultado en líneas generales es bueno aunque se trate en definitiva de un abordaje demostrativo antes que crítico. A pesar de que no hay reproches en forma directa a la comercialización masiva de las grandes cadenas de supermercados, hay un objetivo claro que se cumple, el de demostrar que aún existen otras vías de consumo, sanas y tradicionales, sin aquel intermediario que agarra al tomate y «lo mete en una lata».

 

 

 

 

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Migue Fernández

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