Llegó a Netflix la nueva película del director de El Laberinto del Fauno.
La marioneta que quería ser un niño de verdad, el grillo que actuaba como conciencia pero que no era muy bueno en su trabajo, el carpintero que deseaba ser padre. La historia de Pinocchio es una de las más populares del mundo y todos la conocemos muy bien; por eso, cuando alguien como Guillermo del Toro puede tomar esta narración y transformarla en algo no solo completamente nuevo, sino relevante para la actualidad, lo único que se puede hacer es dejarse llevar por la magia del cine en manos de una persona que, todo lo que hace, lo hace con profundo amor.
Luego de una reversión de Disney en la que la importancia de la película quedaba en la utilización de propiedades intelectuales reconocibles y no en la historia en sí, la vara estaba muy baja para el estreno de del Toro, pero así y todo logró deslumbrar con una película hermosa y fundamental en partes iguales. Al tratarse de una narración que ya todos conocemos, había que encontrar la manera de interesar al público, y el director nos entrega una versión mucho más profunda en la que Gepetto no es solo un carpintero que quería ser padre, sino un padre que había perdido a su hijo y que la creación del famoso juguete se da como una respuesta al duelo de años con el que no sabe cómo lidiar.
Al darle un nuevo nivel de profundidad a la fábula, Guillermo del Toro se permite hablar de temas que están presentes en su filmografía desde siempre. Desde hallar una identidad hasta críticas a los regímenes autoritarios. Cada uno de los cambios o adaptaciones que le hizo a la historia son aciertos, no solo porque logra transformar un clásico en algo completamente nuevo, sino porque se puede ver el mundo a través de su perspectiva, de su visión, y nos recuerda a los grandes éxitos de su carrera.
El niño de madera es creado en una noche de tormenta, casi como si del monstruo de Frankenstein se tratara. El carpintero de un pequeño pueblo italiano perdió a su hijo años atrás como consecuencia de la guerra, una bomba cayó por azar en la iglesia en dónde trabajaban en la nueva escultura de Jesus en la cruz. Luego de eso, Gepetto nunca fue el mismo, trabajaba menos, no paseaba por el pueblo, ya no saluda a los vecinos y el crucifijo incompleto le recordaba a la aldea la pérdida; y el pino que crecía junto a la tumba de su hijo era la única señal que él tenía del paso del tiempo.
Curiosamente, fue ese el árbol que eligió un peculiar grillo con sueños de escritor para crear su casa. Ya saben a dónde va esto, ese pino no tardaría en convertirse en el niño de madera que cobra vida.
En esta nueva versión de la historia, el encargado de relatar todo lo que vemos es Pepe Grillo, que aquí es más acompañante de Gepetto que de Pinocchio, algo que a la película le sienta bien y resignifica a un personaje que, en versiones anteriores, tenía más título que relevancia. Pero cómo la casa de Pepe era el árbol con el que se construyó a Pinocchio, él ahora vive en el corazón de este niño de madera que tiene que aprender, muy de golpe, lo que se puede y no se puede hacer, en un mundo en el que el fascismo gobierna Italia.
En una película sobre diferenciar el bien y el mal, que tenga lugar durante el régimen de Mussolini no solo es una decisión acertada, sino que es crucial para el punto que quiere hacer y deja en claro la visión de mundo del director. Nos abre las puertas a su mente, de manera similar a lo que hizo en “El Laberinto del Fauno”, la política atraviesa la obra de del Toro y se encuentra en sus trabajos más personales, porque acá, el mayor peligro al que se pueden enfrentar los chicos no es fumar, tomar alcohol o vivir en una isla en la que se transforman en burros, sino ser soldados de la derecha más reaccionaria, piezas de ajedrez del fascismo, algo que dialoga de manera precisa y casi escalofriante con la actualidad.
Pero aquí, Pinocchio también lidia con reglas muy diferentes con respecto a su propia mortalidad, porque al no ser un niño de verdad, técnicamente no puede morir, no como el resto. Este es uno de los tantos momentos en los que la oscuridad, algo siempre presente en este cuento, es resignificada por el guion de Guillermo del Toro y Patrick McHale para contar una historia que es infantil, al mismo tiempo que muy adulta.
La animación fue siempre una herramienta para poder narrar aquello que se le escapa a la realidad, el lugar para la grandilocuencia y los mundos más osados. Se la suele catalogar como algo infantil, porque la visión reduccionista se presta para ese análisis; pero la animación es una manera única de mostrar al mundo a través de un lente completamente nuevo, de contar mucho más de lo que se puede esperar a simple vista, de apelar a los diferentes públicos y crear una historia que puede crecer junto con sus espectadores.
Con el spot motion esto no hace más que incrementarse, porque estos pequeños muñecos logran transmitir mucho más que una expresión humana, algo que es mucho más fácil cuando entre la lista de actores que le prestan su voz a los personajes se encuentran Ewan McGregor, Ron Perlman, Tilda Swinton, David Bradley, Cate Blanchett y Christoph Waltz, entre muchos otros.
Pinocchio es una película que emana creatividad, que usa de la mejor manera el stop motion, que logra crear un mundo de fantasía y pesadillas en partes iguales. Monstruos, seres sobrenaturales y una reflexión sobre el duelo, y cómo la desobediencia, no siempre es algo malo, porque cuando las reglas son impuestas por un poder autoritario, llevar la contra es un acto de valentía. Pero por sobre todas las cosas, es una carta de amor a la vida, que encuentra en uno de los cuentos más conocidos de la cultura popular un canvas perfecto para una de las mejores películas del año.
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