Crítica de Maze Runner: The Death Cure

Thomas lidera a su grupo de Gladers fugados en su misión definitiva, la más peligrosa a la fecha. Para salvar a sus amigos, deben escabullirse dentro de la legendaria Última Ciudad, un laberinto controlado por C.R.U.E.L.

Recuerdo haber visto The Maze Runner sin mucha información encima. La figura del laberinto me era -y es- atractiva, quizás por lo borgeano, por lo griego, lo misterioso. La primera entrega es puro disfrute, una mistery box digna del mejor J.J. Abrams, que construye, cuida bien de sus personajes y los conduce hasta ese final que lo sacude todo. La segunda entrega, Maze Runner: The Scorch Trials, estandarizaba las cosas. Ya sin el misterio de la anterior, el mundo se abre, las cartas se ponen sobre la mesa y cumplía, a pesar de perder claridad narrativa lograba tocar ciertas teclas sin que le sobre nada.

Tres años después llega Maze Runner: The Death Cure, la conclusión de la trilogía que adapta a su vez la obra escrita por James Dashner. Así como las entregas previas tenían la tarea de construir la saga sobre los cimientos de lo que significa convertirse en adulto, en un mundo -o lo que queda de él- en el que los verdaderos mayores no parecen serlo, esta última entrega es la encargada de terminar de edificarla y revestirla.

The Death Cure construye con mucho tino el tramo final del recorrido de Thomas y sus amigos. El camino se siente correcto, quizás demasiado, pero es orgánico a lo que se venía cimentando. Si hay algo que supo hacer bien esta franquicia es no borrar con el codo lo que se había escrito con la mano. A diferencia de The Hunger Games, Maze Runner triunfa en tener un buen cierre porque no aprieta más de lo que sabe que puede. Los arcos de sus personajes funcionan, no hay subtramas ahorcadas. En un presente donde las propuestas para «jóvenes adultos» aparecen y desaparecen signadas por la síntesis de lo millenial, esta película parece escaparse por la tangente, marcar su propio ritmo. Ahora, es en el revestimiento de ese edificio donde se ven las grietas; se desarrollan ciertos aspectos que no son interesantes, o se expanden situaciones que solo provocan idas y vueltas carentes de tensión.

Hay algo de esa «estandarización» que empezó en la segunda entrega y que acá se acentúa; como si hubiera ciertas cosas que pareciera dictar el manual de la buena distopía moderna. Hay escenas y planteos interesantes -sobre todo políticos y sociales-, lamentablemente pasados por el inevitable tamiz hollywoodense PG13, pero al menos son abordados.

El elenco está correcto como siempre. Dylan O’Brien cumple como Thomas y el resto del equipo también. Cada vez que aparece Lawrence, encarnado por Walter Goggins, la película es una fiesta, pero su personaje es pequeño y no tiene el tiempo en pantalla que se merece. Lo contrario hay que decir de Aidan Gillen, quien tiene un rol excesivo y resulta bastante insoportable.

Wes Ball filma con muy buen pulso –la escena inicial es excelente, a lo old school– y construye una conclusión satisfactoria. The Maze Runner es una saga coherente con lo que propone. Por eso, a pesar de sus flaquezas, The Death Cure sale airosa y le da a la trilogía un final digno y merecido.

 

 

 

 

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Hernán Fretes

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