1375 años le hubieran llevado a Philip Johnson conseguir todo el dinero que se robó en 1997. Sin el trabajo soñado, comprometido con una mujer que no quería y ganando 7 dólares por hora durante 10 años, el empleado se hizo famoso de un día para el otro. La tarde del 29 de marzo se fugó en un camión de caudales de la empresa en la que trabajaba -Loomis Fargo- con 17 millones de dólares. Jared Hess, director de Napoleon Dynamite y Nacho Libre, lleva la historia al cine con un super-reparto de comediantes a la cabeza. Pero aunque la travesía de Johnson -en la película es Dave Ghantt- contenga todos los condimentos para crear la comedia perfecta, hay veces que la ecuación no funciona.
Aunque la aclaración parezca un poco obvia y estúpida, el título de la película es irónico. Owen Wilson, Kristen Wiig, Jason Sudeikis, Kate McKinnon, Leslie Jones -casi todo el plantel de la versión femenina de Ghostbusters– y Zack Galifianakis interpretan a personajes torpes, extravagantes, cargados de sueños y de inocencia. Wilson no es el mismo que el de You, me and Dupree y Wiig no es la misma que en Bridesmaids, ni hay atisbos del Alan de Galifianakis en The Hangover. Hess fusiona un conjunto de personajes wesandersaneanos con típicos dummies de la actual comedia americana de la industria. Algunos ocasionalmente funcionan, otros dan vergüenza ajena. Al fin y al cabo, la mayoría aburre.
Masterminds es un extraño término medio entre comedia indie noventosa y la dumb comedy actual. Ni por asomo el resultado final se asemeja a True Romance, Happiness, Rushmore o Mallrats, pero la caracterización de los personajes y su lógica tampoco está en la misma sintonía que la reciente The Do-Over -lo último de Adam Sandler-. Hay situaciones que impactan por su directa relación con lo verídico, pero prima el desinterés por narrar algo que haga recapacitar un segundo al espectador, que lo haga reír a través de una maniobra inteligente.
A la media hora, lejos de que aparezca una carcajada genuina, el principal objetivo de Masterminds se convierte en entretener, pasar un rato agradable. Hess apenas lo logra con el motor que carga la aparición -tardía- de Sudeikis y la ilusión de que Galifianakis saque en algún momento algo de la galera. El andar del relato, repleto de locaciones, personajes y giros -supuestamente- inesperados genera un efecto contraproducente en aquel que va al cine a pasar un buen rato y se entrega a una película que no requiere de suma concentración: el espectador desea que dejen de subestimarlo. La historia verídica no funciona, como por ejemplo en The Nice Guys, y el conjunto de carismáticos actores no se complementan como si lo hacían Gene Hackman, Anjelica Huston, Gwyneth Paltrow, Ben Stiller o Bill Murray en The Royal Tenenbaums. Se podía, Hess…
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