En 1805, mientras Napoleón Bonaparte era proclamado Emperador, François Vidocq esta forjando su propia leyenda.
La figura de Eugène-François Vidocq es, en Francia, casi tan legendaria como un Al Capone o un Robin Hood. Toda una leyenda en los bajos fondos parisinos, este criminal y escapista evadió las grandes penitenciarías del país durante el imperio de Napoleón hasta que se convirtió en un informante de la Ley para conservar su libertad. Eventualmente se volvió mucho más que un simple soplón y su leyenda ha pasado a la posteridad por ser un pionero en el campo de la criminología, además de inspirar con su vida a autores como Honoré de Balzac y Edgar Allan Poe para sus escritos y personajes, y una cantidad considerable de adaptaciones en cine y televisión. La adaptación más reciente es El emperador de París, dirigida por Jean-François Richet y protagonizada por el siempre omnipresente Vincent Cassel, en una amalgama resultante entre el policial y el drama histórico que no termina de hacerle honor al recordado personaje.
Nunca pudiendo encontrar una tonalidad coherente entre remembranza narrativa y espectáculo visual de acción, el guion de Richet junto a Éric Besnard navega las aguas del cine clase B y el reclamo social de la época. La transformación de Vidocq, de hábil delincuente a cabecilla de unidad policíaca, se aplaca con escenas de melodrama sangriento que Cassel se dedica a transitar con sombría determinación, acompañado por un elenco secundario al servicio de su trabajo, donde la cara más reconocida es la de la ucraniana Olga Kurylenko, algo desperdiciada en la trama.
Cuando la película apunta a similitudes sociales entre el pasado y el presente, en momentos bastantes marcados, es Richet quien irrumpe con su dirección de peleas acrobáticas utilizando palos, cuchillos o a puño limpio para mantener la expectativa de la platea, diluyendo la atención una y otra vez, durante dos horas. A veces, el interrogante que surge es si era realmente ese tono, pero las respuestas claras se evaden.
La recreación meticulosa de las profundidades de las calles parisinas y la atención al detalle del vestuario ayudan bastante a adentrarse en tiempo y forma en la época, pero no subsanan un arco narrativo poco inspirado para sus personajes. Cassel usualmente es garantía de calidad, pero su actuación en piloto automático no es suficiente para sobrevivir dos horas a un espectáculo sangriento y violento sin una finalidad clara. Una personalidad tan recordada como Vidocq se merecía mucho más.
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