Ambientada en el 2002 en Sacramento, se trata de una mirada conmovedora a las relaciones que nos moldean, las creencias que nos definen y la incomparable belleza de ese lugar llamado hogar.
Año 2002, principios del milenio, se respiraban otros aires. Por la calle desfilan las ropas holgadas y los collares «tropicales», los televisores aún eran esas grandes cajas negras y los teléfonos celulares solo servían para realizar llamadas, y ni hablar de Internet. Pero dentro de los distintos tiempos en donde una historia puede figurarse, hay algo seguro que se mantiene con el correr de los años: el crecer, algo traumático desde cualquier lado que se lo vea. Greta Gerwig escribe y dirige Lady Bird, el relato de una adolescente de 17 años que vive en Sacramento con toda su familia y asiste a su último año de escuela, lo que conlleva al progresivo paso a la madurez.
La realizadora prepara a Christine «Lady Bird» McPherson -interpretada por Saoirse Ronan– para «abandonar el nido», durante poco menos de una hora y media de metraje. El fin de la adolescencia es algo que ella avizora a lo lejos, pero sin perder el foco de su actualidad, sean los conflictos con sus padres, amistades, escuela o sexo. Esta mezcla de humores inevitable es el sello característico de una dirección y escritura despojada, sin pretensiones y objetiva, un drama que da paso a la comedia y que a la vez tiene espacio para el melodrama.
El estilo que Lady Bird maneja, ágil y serio, se vuelve la columna vertebral del relato. Gerwig atina en la efervescencia y agitación de la infancia sin dejar de considerar el drama que representa crecer en una sociedad que juzga constantemente, y así como este hecho se vuelve tan insoportable para ella, igual de complejo es para aquellas personas que la rodean.
Aquí es donde entra su madre Marion (Laurie Metcalf) y el film tácitamente se convierte en un melodrama entre madre e hija, ya que aún sin tener igual cantidad de presencia en la pantalla, la directora deja ver la identidad de Lady Bird como un constante reproche hacia su madre. La relación entre ambas es el punto nodal de las emociones que alberga el relato, en donde convergen los gritos y las risas en una misma escena, desubicando los humores del espectador de la misma forma en que se encuentran ellas.
A los 23 años ya sabemos la capacidad de Saoirse Ronan quien, silbando bajo y sin tanta exposición, ha llegado a convertirse en una de las actrices más talentosas de su generación, y por esto quizás resulte un poco redundante hablar de consagración -ha recibido su tercera nominación al Oscar después de Atonement (2007) y Brooklyn (2015)-. Pero la soberbia labor con la que da vida a su frágil y revulsiva Lady Bird, no hace más que confirmar el monstruoso talento que alberga. Por otro lado, Laurie Metcalf -la mamá de Sheldon en The Big Bang Theory– está definitivamente a la altura de la otra, como una madre que representa todo el drama de ver a una hija crecer y partir. Además de cargar con los conflictos de una familia, ella quizás le ponga el hombro al lado más acongojado del relato, y junto a la vivacidad y rebeldía de Ronan componen un dúo magistral.
Otra historia coming of age pero más descontracturada y colorida, y que lleva progresivamente al grosor del conflicto como debe ser. El relato es la constante búsqueda de un ideal para la joven protagonista, uno al que se pretende llegar a base de avatares e impedimentos, pero que se torna inalcanzable. En Lady Bird, crecer viene de la mano de conformar una identidad no dada por la meta sino por el camino.
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