Crítica de La Reconstrucción

Eduardo es un obsesivo y eficiente trabajador en la industria del petróleo, desconectado de cualquier tipo de emoción. Su rutina se ve alterada cuando es convocado a trasladarse hasta Ushuaia. El viaje y el reencuentro con un viejo amigo y su familia lo ponen a prueba y hacen que algo en él se ponga en movimiento.

La Reconstrucción, Diego Peretti

La Reconstrucción es, en todo sentido, una sorpresa. Lo es por un director como Juan Taratuto que, con un promedio de trabajo de una película cada dos años, se tardó cinco en volver a la pantalla grande, número que se acrecienta si se considera el éxito arrollador que había sido Un Novio para mi Mujer. El mayor motivo de asombro, no obstante, es que un realizador que proviene del lado de la comedia –no tengo ningún afecto por esa faceta en No sos vos, soy yo, como si lo tienen otros- se despache con un drama de esta naturaleza.

El cada vez más grande Diego Peretti –acompañado por buenas interpretaciones de Claudia Fontán y Alfredo Casero– se pone al frente de una propuesta íntima de exploración personal y emociones contenidas. Lo encuentra como Eduardo, quien vive en soledad recluido en la Patagonia, locación que permite un aprovechamiento de los espacios abiertos además de un bello retrato del sur argentino, en donde ha desencantado en una suerte de ermitaño a medias que va camino a la desconexión total. Trabaja y es un destacado valor en su planta, un último jirón de vida civilizada para un hombre que ha decidido mantenerse de la caza en un hogar desvencijado.

Desde el primer momento se evidencia que este ascetismo autoimpuesto es un castigo por algo que le ha sucedido, detalle que Taratuto mantendrá resguardado con pulso firme durante buena porción del metraje. Es hacia la segunda parte en la que todo empezará a brotar de una forma que condice los cuidados iniciales, no solo con la revelación de los secretos guardados, sino con el apuro de resoluciones de los personajes centrales, específicamente en torno al concepto del duelo.

Peretti entrega una actuación notable y sincera en la piel de un protagonista que, pese al rechazo que debería generar con sus actitudes, logra un fuerte vínculo empático con el espectador. El hombre se ha desprendido de todo. Come con las manos por más que se queme, usa una lámpara con extensión como los electricistas para moverse por su casa –es decir que tiene luz eléctrica, sólo que elige la complicación- y tiene una falta de cuidado patente para con su propio bienestar. La hiperbolización de los rasgos de este sujeto podría quedar en el ridículo en las manos de cualquier otro, pero él convence y conmueve. Taratuto incursiona en el drama más introspectivo, lidia con otro tipo de problemas, madura y rompe el techo temático bajo el que se colocó años atrás, justamente con un personaje que, para salir adelante, también debe correrse de su zona de confort.

7 puntos

 

 

 

 

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