Crítica de La Patota

Paulina es una joven abogada que elige volver a su ciudad natal. Su padre es un destacado juez y en contra de su voluntad ella decide dar clases en una escuela rural como parte de un programa de inclusión. Una noche, luego de la segunda semana de trabajo, es brutalmente atacada por una patota.

Los Salvajes

La Patota llegará a los cines argentinos habiendo recibido dos galardones en el último Festival de Cannes: el Gran Premio de la Semana de la Crítica y el de la Federación Internacional de Críticos de Cine (FIPRESCI). Oportuna en su estreno, también lo hará a días de una marcha de concientización nacional respecto al número alarmante de femicidios que ocurren en el país. Todo indica, entonces, que se convertirá en un objeto de debate. Más allá de los grandes méritos que tiene este nuevo film de Santiago Mitre, realizador de la aclamada El Estudiante, parecería que su destino es el de ser discutida por el rol que toma la víctima, uno tan chocante que se impone sobre la calidad total de la obra. Como si el mensaje tuviera una potencia suficiente como para derruir el medio que lo promueve.

Una remake de la producción homónima de Daniel Tinayre, encabezada por Mirtha Legrand en 1960, supone una actualización notable y pertinente a los tiempos que corren. Su narrativa fragmentada posa el foco sobre los distintos actores de la historia, lo que brinda al espectador un entendimiento único y pleno sobre los hechos. Cada punto de vista echa luz sobre una porción del argumento que queda a oscuras para otro personaje. Tensa y magnética, se desarrolla con un pulso vibrante que corta la respiración e impide sacar los ojos de la pantalla. Al igual que con su celebrado film del 2011, Mitre otra vez expone un entramado absorbente acompasado al ritmo de diálogos filosos, escritos en conjunto con Mariano Llinás, de una fotografía de Gustavo Biazzi que eleva la calidad de todo lo que se ve y de una edición trepidante que lleva el sello de Delfina Castagnino.

La Patota es, al igual que lo fue El Estudiante, una lección contundente sobre lo que puede ser el cine argentino. Una mirada crítica sobre problemáticas locales, pero llevada adelante con un profesionalismo tal que le da las herramientas para competir con producciones de presupuesto incomparable. Una que indigna y moviliza en su justa representación de cómo las instituciones estatales lidian con un caso de violación. Una que permite a Oscar Martínez lucirse en cada aparición, con una actuación compleja y emotiva que está en los niveles más altos de su carrera, y a la que no le pierden el paso ni Dolores Fonzi ni Esteban Lamothe, a quien la televisión trata de encasillar en cierto tipo de rol, pero que en pantalla grande puede mostrar un rango mayor.

Toda la potencia fílmica de La Patota, no obstante, es puesta a prueba durante el tercer acto. Mitre y Llinás no tropiezan con la piedra de la original, de plantear el salvajismo como un rasgo inherente de las clases bajas. Sin embargo, su mirada de la violencia como producto de la sociedad peca de academicista y pone en jaque el papel de la víctima. Paulina actúa en contra de todo sentido común y no pareciera que la imposibilidad de ponerse en el lugar del otro sea suficiente como para aceptar sin más sus acciones. Ella busca no traicionar sus ideales y con eso el director logra una tarea que a todas luces sería imposible: la incapacidad de sentir empatía por una mujer que sufrió un delito atroz.

Si el objetivo era elevar una reflexión de parte del público, la tarea está cumplida con creces. Incluso antes de abandonar la sala es que se empiezan a plantear objeciones. Lo que en su desarrollo era hipnótico, pasa a ser asfixiante. Una tras otra, las decisiones de Paulina chocan y estallan en el espectador, que sufre una mixtura de sensaciones que no son del todo positivas. Lo que se devoraba con los ojos empieza a ser cuestionado. Se entiende perfectamente su visión de la Justicia, pero no se puede hacer más que argumentar en contra de ella.

 

 

 

 

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Migue Fernández

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