Crítica de La casa de Wannsee

Todo comienza cuando el hijo de la directora decide hacer su Bar Mitzvá. Pero su familia nunca se definió como judía y no hay rastros de judaísmo en su educación. Sin embargo, la decisión de su hijo la hace preguntarse sobre sus orígenes.

Es una coincidencia casi cósmica que en la misma semana se estrenen dos documentales que aborden la temática de la identidad familiar y la exploración del pasado en busca de respuestas. Ya hablé previamente de Esa película que llevo conmigo, y ahora es el turno de La casa de Wannsee, de Poli Martínez Kaplun. La edad y la experiencia separan a las cineastas, siendo Poli la que despierta una búsqueda más apasionante, ya que su propio retoño genera un estallido que intenta resolver en este cálido documental.

Martínez Kaplun tiene un poco mas de asidero que la otra película mencionada, y la decisión de su hijo de celebrar el ritual judío del bar mitzvá, siendo ellos una familia que no practica la religión, le supuso una materia pendiente a saldar. Con un estilo más didáctico y con mucha tela para cortar, Poli va hilvanando un telar de historias que entremezclan la religión, el desarraigo, la identidad y la segregación racial en pleno albor de la Segunda Guerra Mundial y el incipiente nacismo. Partiendo en Alemania y pasando por Egipto y Suiza hasta llegar a Argentina en los años ’30, el material fotográfico y los relatos de la madre de la directora y sus hermanas sobre el prodigioso andar mundial de su clan es interesantísimo y cubre con creces los casi 70 minutos de metraje, sin huecos y con un pulso narrativo encomiable.

La casa que le da titulo a la película es la que la familia abandonó en su huida y fue usurpada por un oficial nazi, y el regreso de la propiedad a sus manos es el quid de la cuestión, que conlleva a una acalorada discusión promediado el tramo final que eleva la tesis del proyecto de una manera agridulce. No todos los involucrados tienen el mismo recuerdo o se toman el exilio de sus padres con la misma gracia, y hasta un testimonio prefiere sentirse más a gusto en Venezuela, que en su Alemania natal. «No hay nada para mí allá», dice, y es sencillo ponerse en sus zapatos si desde pequeña deambuló por países, borrando sus huellas judías para poder ingresar a un país sin que le cierren la puerta en sus narices.

Si bien la historia que se cuenta boca en boca es más que fascinante, el mismo recuento de la misma no se hubiese construido sin los valiosos testimonios fotográficos recopilados de generación en generación. El registro visual nunca escaseó y el trabajo de hormiga de Poli da gusto de ver una vez finalizada la reconstrucción temporal, porque permite introducirse en la historia de un modo orgánico y para nada intrusivo. Es odioso comparar, pero por un amplio margen La casa de Wanssee resulta mas estimulante que su compañera de cartelera. Ambos son trabajos hechos a pulmón y con profuso amor familiar, pero es en definitiva el claro foco y el gancho que tiene su historia que el film de Martínez Kaplun se lleva los laureles consagratorios en esta oportunidad.

 

 

 

 

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Lucas Rodríguez

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