Crítica de Jojo Rabbit

Una sátira de la Segunda Guerra Mundial, en la que un solitario niño alemán -que tiene por amigo imaginario a Adolf Hitler- descubre que su madre está escondiendo a una joven judía en su ático.

No le lleva más de cinco minutos a Taika Waititi para arrastrarnos consigo a esa nueva locura suya que es Jojo Rabbit. Su pequeño protagonista se prepara para un fin de semana de adoctrinamiento para jóvenes nazis y, ante la duda, es aconsejado por su amigo imaginario Adolf Hitler, que lo electrifica con una gran dosis de saludos hitlerianos y lo deja bien preparado para encarar el día como un modélico niño alemán. Suena una versión germánica de «I Want to Hold your Hand» de The Beatles mientras se ven imágenes de la popularidad del Tercer Reich y ya somos cómplices de la broma. Con algo de Wes Anderson y Moonrise Kingdom, y mucho del particular sentido del humor del neozelandés, Jojo Rabbit propone una sátira antinazismo que siempre es mejor cuando menos en serio se toma.

Jojo tiene 10 años y es fan del Führer, al punto de que le reserva su lugar de mejor amigo en caso de conocerlo. Ser su guardia personal es su sueño, más allá de que en realidad sea solo un niño que hable de matar pero se paralice del susto al momento de actuar. Tiene lavado el cerebro, como tantos otros, y la propaganda nazi lo convenció de los superpoderes de su líder o de las monstruosas características de los villanos, los judíos, seres con cuernos, alas y con la capacidad de controlar las mentes, entre otras «verdades» que le han dicho. El mundo como lo conoce se pondrá de cabeza cuando se vea confrontado por el hecho de que su madre esconde a una niña judía en su casa, una que pone en riesgo todo pero a la que se siente ineludiblemente atraído, más allá de las diferencias de raza.

Waititi no pretende haber descubierto la pólvora, tampoco se da ínfulas como para que el chiste no funcione. No faltarán aquellos que quieran ver en Jojo Rabbit una La vita è bella contemporánea, pero esta sale airosa de su caminata por suelo frágil. El crecimiento personal de Jojo es lo más importante de la historia, el cómo ir recuperando ese niño que fue alguna vez y que está oculto bajo una montaña de propaganda adoctrinadora. La clave no es el Hitler imaginario que encarna Waititi –un monstruo caricaturesco producto de la cabeza de un nene-, a la vez el aspecto más llamativo de la película y quizás polémico, en caso de que alguien se haya ofendido. La clave es que el protagonista sea un chico nazi de 10 años, lo que abre el juego para explorar un terreno conocido con otro par de ojos.

Y allí se destaca. No es Roberto Benigni minimizando los horrores del Holocausto y jugando en campos de concentración, es un niño con una cabeza acorde a la de su edad, enfrentado a un mundo que nadie debería enfrentar y armado con ideas que nadie debería tener, alimentadas por un régimen basado en el seguir y no en el pensar. Se propone así una coming of age en tiempos de la Alemania nazi, con la peculiar línea de humor del realizador y grandes momentos musicales. El mensaje es claro y no se le teme a las palabras. En tiempos en que el racismo quiere volver a pisar con fuerza, se responde con este cuento con moraleja con más amor que odio. Que busca poner en ridículo al segundo y que propone a la comedia como un vehículo sanador.

En ese sentido, no tiene dificultades para hallar la risa. El pequeño Roman Griffin Davis sobresale como Jojo, un niño de alma alemana y gran corazón, lanzado a un incomprensible mundo de adultos que de a poco busca interpretar por sus propios medios y contactos con otros. Su madre, una Scarlett Johansson luminosa, quiere llenarlo de amor y recuperar al hijo que supo tener. Su amigo imaginario, un Waititi desatado e infantil, aviva las llamas de sus peores pensamientos. Su huésped, la ascendente Thomasin McKenzie, es la prueba viviente de las mentiras de un régimen que lo somete al hambre a la vez que asegura estar ganando la guerra. Y es imposible no destacar al Yorki de Archie Yates, que se roba todas sus escenas –Waititi sabe cómo trabajar con niños, no hay duda-, y al Capitán K de Sam Rockwell, de quien se celebra cada intervención.

El mayor problema de Jojo Rabbit es cuando busca ponerse más seria y mostrar un poco más del horror del régimen, transición que impacta en su brusquedad y que sacude al acto final. No es tan fácil reír desde entonces –aunque el reencuentro con viejos conocidos probará lo contrario-, quedándose principalmente con la lección. Pero el mensaje llega fuerte y claro, que en definitiva es lo que a Waititi le importa, más allá de que sea uno que se conozca bien.

 

 

 

 

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Migue Fernández

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