Quien estaba al lado de John F. Kennedy al momento de su asesinato era Jackie, su mujer. Luego del disparo, la ex primera dama, inútilmente y doblada sobre él, intentaba recomponerlo. El director chileno Pablo Larraín entra en la industria norteamericana por la puerta grande y no tiene tapujos en mostrar uno de los costados más íntimos de la familia Kennedy que se hayan visto alguna vez en pantalla. Si bien la prodigiosa labor de Natalie Portman puede hacer olvidar cualquier desliz en la trama, Jackie llega al punto de perderse y volverse parsimoniosa entre sus reincidencias.
Los planos, aparentemente inconexos, que utilizan Larraín y el guionista Noah Oppenheim para contar la historia de los días posteriores al asesinato del ex presidente de los Estados Unidos tienen como guía una entrevista realizada a quien fuera su mujer. La charla da pie a que la narración vaya y venga en el tiempo, desde el momento del accidente hasta el entierro y funeral. El film encuentra uno de sus dos atractivos principales en lo íntimas que son sus escenas. El chileno se enmaraña con los sentimientos de la protagonista, así como también con los de sus hijos y con los de Bobby Kennedy (Peter Sarsgaard). Enfatiza en las pequeñas acciones de Jackie y en sus repentinas tomas de decisiones, en situaciones en la que todo el mundo se encontraba desorientado y ella era, de alguna manera, subestimada y consentida.
El otro atractivo recae en la calidad interpretativa de Portman. En cada escena del film, la actriz porta una carga emotiva increíblemente intensa, que varía según en qué tiempo y espacio se encuentran los planos intercalados. Larraín recrea los años ’60 con su inconfundible sello artístico de colores poco saturados, fríos y pasteles, y utiliza, aunque en menor medida que en Neruda, los jump-cuts y los cambios repentinos de espacio en las conversaciones.
A pesar de la excelentísima Portman, el relato se torna repetitivo y la incertidumbre de Jackie confunde constantemente hasta el hastío. La narración se vuelve parsimoniosa y la moraleja política del cuento resulta insignificante ante todo el entramado generado. Por suerte, Larraín sigue fiel a su estilo y no es condescendiente con ninguno de sus personajes. Jackie es un drama que, paradójicamente, no llega con fuerza al desenlace, sino que se mantiene en una constante durante toda su duración.
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