Crítica de Isle of Dogs

Cuando, por decreto ejecutivo, todos los perros de Megasaki son exiliados hacia un vasto vertedero conocido como la Isla de la Basura, Atari Kobayashi se embarca solo en un propulsor Junior-Turbo miniatura y vuela a lo largo del río en búsqueda de su perro guardaespaldas, Spots.

Taikos, perros, Japón y una fábula. Esos cuatro elementos son parte de Isle of Dogs, pero Isla de Perros es más que esas cuatro cosas. Wes Anderson se pone político y construye una alegoría sobre la opresión y el autoritarismo, que dialoga mordazmente con la realidad indulgente de las masas para con los estados y los regímenes.

Como buen entendedor de las tradiciones -y como ya hizo hace algunos años adaptando Fantastic Mr. Fox-, el director elige a un grupo de perros como el squad protagonista de su nueva aventura animada. Los animales son los encargados de portar el carácter que los humanos no tienen; cada uno representa una porción de esa humanidad alienada y en vías de extinción, y la expone ante el lente. Los humanos de Megasaki son vistos a escala macro, lejanos y fantasmales. Los perros forman parte de una historia coral, pero a escala mínima. No por nada, los dos espacios limitados geográficamente en la película son una isla y una ciudad, separadas por un océano.

La idea de la humanidad, el amor y el libre albedrío siendo puestos en cuarentena como perros infectados y peligrosos, es de una contundencia poética salvaje, que Anderson decide contar con humor. La comedia es su hábitat natural, y en este cuento más que nunca el suelo es áspero. El retrato de la inocencia andersiana esta vez es mucho más rugoso. Atari se rebela contra su tío, el alcalde Kobayashi, pero acá la mirada sobre la adolescencia está lejos de lo naif de Rushmore. Es su versión inversa, de cabeza oriental y corazón samurai. Tampoco hay lugar para una idealización romántica a lo Moonrise Kingdom, sino más bien la construcción del sentido de pertenencia, a través de la camaradería y la amistad, en un mundo que segrega y separa. La isla como metáfora y realidad, la unión y el entendimiento, como lenguaje universal.

En Isle of Dogs, el cineasta utiliza cada aspecto de la puesta en escena como un indicador. La música nos alerta: voces graves tararean un oscuro canto sacro apenas arranca la película; el tempo casi constante de la banda sonora tribal y alucinante de Alexandre Desplat, es el de una marcha militar. La paleta de colores se retuerce: no hay pasteles, no hay ternura en el color. El arte lo reafirma: la suavidad no existe, hay textura por todos lados, pero la puesta de cámara no se negocia en su cine; es la cabina del submarino que permanece cerrada al vacío, impenetrable. Acá es hermosa, madura y embriagada de detalles, pero a diferencia de sus dos últimas películas, existe una historia con mucha más agua afuera, ejerciendo presión.

Hay algo provocador en esta película, que circula como si de un río subterráneo se tratase, algo que invita a deglutirla de otra manera. Hay un Wes Anderson atrevido, que firma -de puño y letra- una parábola acerca de la manipulación de los medios y la dialéctica del poder como descargo; una carta abierta para el mundo, escrita desde una isla al otro lado del sol.

 

 

 

 

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Hernán Fretes

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