«Un hombre grande con una armadura, si te quitan eso, ¿qué eres?»
(Capitán América, The Avengers, 2012)
Iron Man 3 comienza con la voz en off de Robert Downey Jr. sobre el plano de las armaduras que estallan ante el ataque. Es una secuencia de mucho significado para abrir la famosa Fase 2 que remite, por un lado, a Kiss Kiss Bang Bang -el antecedente como director de Shane Black-, pero que en un nivel más profundo supone el cierre parabólico a la etapa anterior. La destrucción física de Tony Stark y su posterior conversión en el Hombre de Hierro como inicio de un período nuevo en la industria del cómic llevado al cine, encuentra su contraparte en la gloriosa explosión de su nuevo cuerpo –sus trajes metálicos-, forzada salida del cascarón que obliga al héroe a hacerse un planteo que sacude los propios cimientos de su ser.
Se trata del film más personal y humano hasta la fecha dentro del universo Marvel, desde los interrogantes y problemas que al protagonista se le plantean hasta la amenaza que debe enfrentar. Los acontecimientos ocurridos en The Avengers son una constante que aún acechan al personaje, que padece de malestares propios de cualquier humano –terrores nocturnos, ataques de ansiedad, insomnio- pero con raíces en sucesos únicos. La pregunta de Steve Rogers acerca de quién es caló hondo y ya no hay respuesta sarcástica que valga. El guión de Drew Pearce y el propio Black juega sobre este terreno y se lo lleva con inteligencia y equilibrio. Lo primero por el lado de su construcción argumental, la mirada introspectiva del sujeto más extrovertido de todos los superhéroes, lo segundo es por el correcto balance que una película como Iron Man debe tener. La búsqueda profunda de Stark no se confunde con una oportunidad para caer en la solemnidad –algo que se evita por completo- y se mantienen las grandes dosis de humor y autoconsciencia que aporta su protagonista.
Mención aparte se llevan las espectaculares secuencias de acción, con un despliegue notable en la escena del avión y, sobre todo, en el combate final. Black y Pearce proporcionan un elemento clave que tanto en la segunda como en Los Vengadores se había perdido: la figura de Tony. Más allá de que en ocasiones se dude sinceramente de su suerte, es la primera oportunidad que hay en la saga de ver al héroe actuar sin el traje. La facilidad con que se quita y pone armaduras o las nuevas formas de controlarlas, dan cuenta de que es el hombre el que hace a la máquina y no al revés –de hecho ni siquiera Jarvis está siempre presente- algo que el realizador se ocupa de distinguir claramente de Rhodes que, aún con un entrenamiento militar, ha llegado a necesitar de Máquina de Guerra más de lo que quisiera admitir.
El cuidado con que Marvel ha tejido su entramado y, por el otro rincón, la forma en que Christopher Nolan desarrolló su trilogía del Caballero Oscuro –principalmente la segunda parte-, han elevado al cine de superhéroes a un género completo y no a uno subsidiario de la acción. Con eso en cuenta, Iron Man 3 es un ejemplo de evolución. Si la primera veía la luz en el 2008 al tiempo que lo hacía The Dark Knight, a la saga del Hombre de Hierro le ha llevado unos años más ponerse a tiro con la exploración de tópicos semejantes, pero lo logra. Es que, como en el caso de la saga de Batman que pone al frente a la figura de Bruce Wayne -y paradójicamente tratándose esta de la más excesiva dentro del mundo Stark-, es una película que puede funcionar a un nivel más terrenal. No sólo se desenvuelve aceitada dentro del esquema de los héroes más poderosos de la Tierra, sino que opera perfectamente en lo que es el universo cinematográfico, como un muy buen thriller de suspenso –de esos que engañan y tienen tantas vueltas como se pueda contar- a partir de un personaje extraordinario.
De hecho, y a raíz de las elecciones conscientes del propio estudio, Iron Man 3 puede encontrar peor recepción en los fanáticos que en lo que es la crítica o el público en general. Quienes no están familiarizados con los cómics -como quien escribe-, no verán como algo problemático que Iron Patriot no sea otro personaje sino un emblema del Gobierno pintado sobre el metal de War Machine. Sí es más conflictivo un rotundo giro argumental que es tan chocante como fascinante a la vez, un cable a tierra que habla de la mediatización de la sociedad, los riesgos de la propaganda y la demonización del Oriente. Si esto presenta un problema es, principalmente, por la propia autoconsciencia que destila una historia que sabe de la existencia de Thor, del ataque Chitauri y que habla del virus Extremis, pero que traza una línea gruesa respecto al tipo de amenaza al que se hará frente.
Esta tercera entrada dentro de la franquicia que se inició hace un lustro no solo ofrece una versión muy superior al héroe tal como se lo veía en la secuela, sino que además, por tratarse de una mirada más compleja abierta hacia otros temas, la convierte en una película incluso más rica que la original. Cuando Jon Favreau llegaba a un techo con sus personajes y subexplotaba al de Mickey Rourke, una de las grandes fallas de la segunda, Shane Black trae un aire de renovación. Cada figura tiene su espacio y desarrollo –aunque Stark nunca se pierda como centro-, y todos ponen el cuerpo. Es, como se mencionó al comienzo de la crítica, una película física. Hay una Pepper Potts que muestra algo de piel, un Aldrich Killian que luce su torso desnudo, un Rhodes en ropa de civil, agentes con miembros cercenados y un Hombre de Hierro que no necesita el traje para mostrarse como tal. Él puede ser un genio, billonario, playboy y filántropo, pero sobre todo es Iron Man. Y este era el film que hacía falta para terminar de entenderlo.
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