La violencia genera violencia, piensa Susanne Bier mientras la sangre brota de la nariz recién golpeada de su protagonista. Clara y para que todos entiendan, no oculta esa máxima en ningún momento, y se hace carne en el personaje de Mikael Persbrandt para que su mensaje sea más explicito. Esta sería no obstante una visión en extremo sencilla y así la película sería solo una lección simple de moral. Pero eso no es lo que ocurre, al menos en gran parte.
Bier da una vuelta de tuerca a su principio fundante, y así toda acción genera una reacción, pero si esta es lo suficientemente fuerte, el acto que la origina se clausura. Esta idea del agresivo regreso ad infinitum se termina si uno responde con suficiente fuerza. Un inflador de bicicletas, un cuchillo, una bomba o una horda de africanos, cualquier herramienta es buena a la hora de aplacar al violento.
Pero Bier, en su rol aleccionador, toma conciencia de que su contrapropuesta no es la que se enseña en el colegio, y recurre a un imposible para encauzarla. El mensaje termina y la directora logró ofrecer en ese tiempo un relato potente de un conjunto de hermosas imágenes (muy buena fotografía) de una Dinamarca violenta que ya se veía en DeUsynlige (Aguas Turbulentas). Es una pérdida que, a fin de cuentas, su conclusión moralizante la acerque tanto a las producciones norteamericanas.
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