Crítica de Godzilla

El monstruo más famoso del mundo se verá enfrentado a criaturas malévolas que, impulsadas por la arrogancia científica de la humanidad, amenazan nuestra mismísima existencia.

Gracias al pobre trabajo realizado por Roland Emmerich en su versión de 1998, pocos relanzamientos eran tan esperados como el de Godzilla. Y en base a ello, Legendary PicturesWarner Bros. tomaron una decisión arriesgada y valiente –muy acertada, por cierto- acerca de cómo tratar a un personaje que apareció hace 60 años y que tuvo docenas de iteraciones desde entonces. Los estudios eligieron poner el proyecto en las manos de un realizador en las antípodas del alemán convocado por TriStar –que en ese entonces venía de Independence Day– y llamaron a Gareth Edwards, un joven británico con solo una producción en su haber, la destacable Monsters. Aquella película de ciencia ficción del 2010 es un claro ejemplo de un cineasta motivado, con ideas y dedicación, un producto notable con un costo de 800 mil dólares, filmada en locaciones naturales y con efectos especiales que el propio director realizó en una computadora desde su habitación. La apuesta paga con creces, porque este reboot resulta en la primera gran producción que Hollywood realiza sobre la mítica criatura.

La ópera prima del inglés no hace más que confirmar que este era el hombre indicado para el trabajo, no solo por el hecho de conocer el género y saber explotar recursos limitados en su favor, sino por lo logrado con sus protagonistas humanos en ciudades devastadas por monstruos gigantes. Es una línea muy delicada y difícil de transitar la que lleva a hacer un film destacado sobre Godzilla, dado que uno quiere ver a la bestia del título en acción permanente, pero la presencia de individuos y el tejido de una historia es primordial para que esa destrucción total pueda producirse y funcione. Bryan Cranston, un ingeniero nuclear que se vio golpeado por la tragedia quince años de que la experimentase el resto de la población, y Aaron Taylor-Johnson, como su hijo, son el foco de atención de esta película y cada uno a su manera la conduce hacia su gran resultado.

El primero es quien aporta la cuota de drama, el «genio loco» que anticipó lo que se venía años antes de que el Gobierno decidiera abrir la boca, mientras que el otro es el arquetípico héroe para una historia de este talante. Edwards sabe que no podrá explorar a sus personajes en tanta profundidad como en el caso de Monsters –un film indie y romántico en un panorama desolador- y por eso elige que su protagonista sea un soldado. Su familia está lejos –eso trae como efecto que la empatía con él o con Elizabeth Olsen sea más difícil de generar, aún cuando ambos hacen lo que se necesita- y no es el único hombre para el trabajo –está especializado en el desarme de bombas nucleares, pero se ve llevado al frente de batalla por circunstancias azarosas-, aspectos suficientes como para justificar las situaciones que debe atravesar y como para darle una brújula acerca de dónde tiene que dirigirse.

Con una clara consideración de la película original –el temor nuclear aún está presente, por entonces en una sociedad post-Hiroshima, hoy en una después de Fukushima-, esta vuelve a tomar a Gojira como el Dios de la Destrucción y, en esos términos, elige una clara postura dentro del péndulo de interpretaciones que este ha tenido a lo largo de los años, oscilando entre lo que es la criatura salvadora –el menor entre dos males- o la aplanadora que arrasará con la humanidad, como la que se planteaba sin matices en la versión de Emmerich. Edwards es respetuoso de la tradición, honra a la creación japonesa con un film acorde que muestra a Godzilla con todo su esplendor. La criatura no aparece en forma permanente y su presentación es relativamente tardía, pero el director ha demostrado en su anterior película que no necesita tener a los monstruos todo el tiempo en pantalla y los escenarios de la hecatombe que dejan a su paso pueden ser suficientes.

El guión de Max Borenstein sigue un camino familiar, recorrido muchas veces. No termina de profundizar en sus personajes, los lleva a situaciones que no son del todo verosímiles y el planteo de su mensaje tiende a ser de forma grosera –Ken Watanabe parece el portavoz de su guionista-, pero el uso de la original como fuente de inspiración y el tratamiento de cuestiones que a 60 años se mantienen vigentes son dos enormes aciertos que, junto al tino del realizador, compensan cualquier falla que esto pudiera tener. La mano de Edwards es lo que lleva a que la película sea lo que es. Pocas producciones tienen vuelo propio a la vez que se mantienen respetuosas a la original -Hollywood suele masticar y escupir reinterpretaciones nada fieles- y puede decirse que este film se cuenta entre las excepciones.

Edwards entrega una película muy bella -en términos estéticos es impresionante-, a partir de criaturas que siembran la destrucción absoluta a su paso. Es, también, una producción capaz de sostenerse sola, sin necesidad de apuntalar una secuela -como hoy en día hacen todos- que aún así podría llegar. Tensa, dinámica y sobrecogedora, absorbe al espectador con una fuerza aplastante, que no deja que su interés decaiga ni que la angustia disminuya. Se trata de un notable homenaje a un personaje que ha sido tratado en numerosas oportunidades, siempre con calidad dispar. Una bocanada de aire radioactivo dentro de un género que ha tenido escasos exponentes destados en los últimos años.

 

 

 

 

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Migue Fernández

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