Crítica de Ghost Rider: Spirit of Vengeance / Espíritu de Venganza

Johnny Blaze será reclutado por una secta secreta de la Iglesia que intentará salvar a un joven del demonio. Desde un primer momento mostrará su negativa, pero pronto aprenderá que reconocer el poder de su parte maldita será el único camino para proteger al muchacho y, tal vez, hallar su salvación.

El diablo tiene cara de Jerry Springer.

Siendo una película pobre, Ghost Rider: Spirit of Vengeance es superior a su antecesora del 2007 por un simple motivo, durante una buena parte no se toma en serio. Para esto, mucho tendrá que ver la dupla que conforman Mark Neveldine y Brian Taylor, directores de ese sorpresivo shock de adrenalina que supuso Crank tiempo atrás. Dado que la seriedad del antihéroe torturado no funcionó la otra vez, se hace un viraje parcial respecto a las formas y se ofrece un resultado algo diferente con más espacio para la parodia. Voz en off, referencias de actualidad, punchlines, cualquier recurso es válido para este Nicolas Cage de los últimos años que, sin alcanzar los altos picos de Bad Lieutenant o Kick-Ass, se beneficia del tono hiperbolizado de su desquiciado personaje.

El problema con esta secuela es que no termina de decidirse entre repetir la fallida ruta de la original o tomar el camino lúdico de su ejemplo más concreto, Drive Angry. Esta incertidumbre dará como fruto un film predecible en el que se sigue al personaje central una vez más en el sendero de la redención, con un guión cuyos únicos riesgos o sorpresas recaen en la comicidad de su protagonista. Destruido poco a poco desde su interior, Roarke (Ciarán Hinds) se define como «un lanzallamas de papel maché», un ente poderoso que inevitablemente consume la carne débil de su vasija humana. Por otro lado Johnny Blaze se contiene y en ese sentido lo hace también toda la película. El vengador pide salir a gritos y rompe las costuras del hombre enloquecido, pero este una y otra vez logra controlarlo. Ese demonio, que explota y entrega a un Nicolas Cage over the top, exige a los realizadores que vayan por el todo y aprieten el nitro, y si bien por momentos esta idea aparece, se la prefiere mantener encadenada y ofrecer un enlatado común.

Ese quedarse a mitad de camino (lo mismo con los efectos especiales de calidad dispar) compromete la totalidad de la producción, sin ser ni lo uno ni lo otro acaba como una mezcla de elementos que fallan en conjunto. Ni Idris Elba, un «negro, francés, sacerdote borracho, algo imbécil» a quien el rol le sienta muy bien, puede intervenir lo suficiente como para cambiar el panorama. La elección de los directores, quizás influenciados por tratarse de su salto a los grandes presupuestos, es la de asomar para luego quedar en el molde, logrando en el proceso que lo histriónico acabe en cierto ridículo y la trama con un tono religioso de excesiva seriedad que busca pasar una leve sombrita como oscuridad. Si en la primera se recuperó a Peter Fonda, aquí se demostró que Christopher Lambert todavía está vivo. Por lo demás, esta saga ya está agotada.

 

 

 

 

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Migue Fernández

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