Florence Foster Jenkins cuenta la historia real de la legendaria heredera de Nueva York del título, quien en forma obsesiva persiguió su sueño de convertirse en una gran cantante de ópera. La voz que oía en su cabeza era hermosa, pero para todos los demás era espantosa.
Usualmente, el espectador está acostumbrado a ver películas biográficas de grandes figuras de la historia que, a través de su pasión y ansias de excelencia, han logrado llegar al panteón al que muy pocos pueden acceder. Pero hay ciertos casos en los cuales sus protagonistas parecen condenados al fracaso absoluto, pero a fuerza de ambición y fiereza salen adelante. Hace unos meses vivimos la historia del saltador olímpico Eddie Edwards en Eddie the Eagle, y ahora le toca el turno a la gran Meryl Streep de hacernos sentir que todo se puede, interpretando a la homónima cantante en Florence Foster Jenkins, para muchos la peor de la historia.
Quizás pueda resultar un déja vú la historia de Florence, adaptada en 2015 por el francés Xavier Giannoli en Marguerite, pero la tragicomedia del estupendo Stephen Frears (The Queen, Philomena) brilla al no juzgar nunca a sus personajes ni a sus acciones, por más que la gente alrededor de la aristócrata y millonaria heredera se apile a sus pies para complacerla. A Florence la acompaña su compañero de vida, el St Clair Bayfield de Hugh Grant, como un actor también de dudoso talento, quien la apoya abnegadamente en su propósito de cantar y deleitar a la audiencia con una voz que ella cree magnífica pero no lo es. Decididamente uno de los mejores papeles de Grant en su actual estadío artístico, él y la inconmensurable Streep hacen una dupla sensible y melancólica, con una relación compleja y sentida en todo momento. El terceto cómico lo completa Simon Helberg como el joven compositor Cosme McMoon, que se llevará un buen disgusto al trabajar con la inusitada calidad vocal de Florence. Helberg, conocido mundialmente por su papel en la serie The Big Bang Theory, consigue despegarse de todos los mañierismos de su personaje serial y demuestra que puede ser un excelente comediante, si se lo saca del hueco en el que ha encontrado el éxito en el medio.
Más allá de su prontuario en el cine, Streep se ha despachado más de una vez en musicales –Mamma Mia!, Into the Woods, Ricki and the Flash– y se sabe que voz no es un don del cual carezca. Ahora, el desafío que le propone Florence es el de cascar esa voz, dejarla de lado y cantar mal, por ponerlo en términos sencillos. Es un gran salto al vacío, al cual Meryl no le tiene miedo y termina aplastándolo todo a su paso, tanto en el momento de la verdad como en los más nobles, donde el alma de la verdadera Florence transpira a través de la mejor actriz de nuestros tiempos, en resumidas cuentas.
A los 74 años, Frears no le teme al espectáculo y, por más inclasificable que se vaya volviendo su filmografía -la más cercana en tono es Mrs. Henderson Presents-, todavía tiene carrete de sobra para poblar a su película con personajes peculiares. También para darle un tono lúdico que invita a reír con él -y no de él como el triste caso de la cantante real-, unos escenarios vistosos y un vestuario único, todo bordado con melodías agradables del genio Alexandre Desplat, que nunca opacan al peculiar cantar de Streep en pantalla.
Florence Foster Jenkins es una biopic a la inversa, que cuenta un fracaso en vez de un éxito, pero no deja de ser impresionante el hecho de convertir plomo en oro, tal cual lo hizo la irreverente e ilusionada cantante en vida. Si pudiese saber que la icónica Meryl Streep la personificaría con excelencia en pantalla, creo que hubiese valido la pena todo su sacrificio.
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