Crítica de Fin de Siglo

Un argentino radicado en Nueva York y un español que vive en Berlín se conocen en Barcelona. Tras mantener un encuentro sexual y pasar una tarde juntos descubrirán que ya se habían encontrado veinte años atrás.

Ocho (Juan Barberini) es un joven argentino que viaja a España, más precisamente a Barcelona, para pasar allí sus vacaciones. Los primeros días de estadía transcurren sin demasiada emoción. No dialoga con otras personas, come algo dentro del departamento en el que se hospeda o en algún bar lindante, deambula por la ciudad, contempla el paisaje y el andar de los transeúntes desde el balcón, o se masturba mirando algunas fotos en Grindr -una aplicación de citas destinada a hombres homosexuales, bisexuales y transexuales-. Su situación se modifica a partir del encuentro con Javi (Ramón Pujol), un español de una edad cercana a la suya a quien ve pasar a diario -distinguiéndolo principalmente por lucir una inconfundible remera de Kiss-. Luego de un primer avistamiento desde su ventana, y de un segundo acercamiento en la playa, Ocho finalmente invita a Javi a subir a su departamento. Tras una breve charla se produce un intenso encuentro sexual que concluye con una despedida un tanto fría, en la que de todos modos terminan pasándose sus respectivos números de celular. A la brevedad, los protagonistas planifican una salida en la que salen a comer. En esta situación descubrimos, a través de la charla que mantienen, que ya se habían conocido en el año 1999.

El primer largometraje del director argentino Lucio Castro presenta una gran cantidad de virtudes tanto temáticas como formales. En principio, debemos recordar que se trata de una historia centrada en un romance. Sin embargo, este no se exhibe de una forma clásica, ni excesivamente melosa o arbitraria. Por el contrario se trata de un film que trabaja con el amor en tanto asunto universal, y que no se detiene únicamente en el devenir de la pareja protagónica. Resulta crucial en este sentido el rol que ocupa el personaje de Sonia (Mía Maestro). Además de aportar su propia experiencia en una relación de pareja trunca y una serie de reflexiones categóricas sobre el desamor y la soledad, opera narrativamente como nexo entre Ocho y Javi -siendo amiga del primero y novia del segundo, en la época en la que estos se encuentran por primera vez-. Al mismo tiempo, la película aborda muy acertadamente el impacto que tienen ciertas decisiones en la vida de todo ser humano, y los cambios de perspectivas que todos padecemos con el paso del tiempo. Ciertas determinaciones que toman los protagonistas como por ejemplo asumir su sexualidad sin tapujos, o la elección de Javi de convertirse en padre y casarse con otro hombre luego de separarse de Sonia, mientras que Ocho opta por permanecer soltero y sin hijos, son algunos de los disparadores a partir de los cuales el film indaga en las transformaciones de los deseos y las subjetividades, en tanto momentos inexorables de la existencia.

Respecto a la faceta formal de la película, resulta muy atractiva la construcción de la historia en términos no realistas. Uno de los recursos más polémicos, pero también más oportunos, es la utilización de saltos en el tiempo -tanto al pasado como hacia el futuro-. Asimismo, se percibe adecuada la decisión de no dar señales de cambios físicos en los rostros y los cuerpos de los protagonistas en las diferentes líneas temporales que se exhiben. La conjunción de estos mecanismos no solo marca el predominio del tono fantástico y de cierta atmósfera de indeterminación e imprecisión de los sucesos -que en su mayoría son recuerdos o anhelos, y por ende están sujetos a los antojos de la conciencia y el ánimo-, sino que además nos permite advertir dos posicionamientos fundamentales de la obra: la preponderancia de las modificaciones a nivel personal / psicológico por sobre las cuestiones externas que produce el transcurso del tiempo, y una valoración mayor de la riqueza narrativa de los «escenarios posibles» y no tanto de los acontecimientos de la realidad concreta. Todo el andamiaje temático y discursivo se ve beneficiado por un trabajo visual discreto, pero también riguroso y elegante. Cabe destacar en este sentido la labor del propio Lucio Castro en la edición, y de Bernat Mestres como director de fotografía. La libertad y a la vez la sensatez con la que filman tanto los encuentros sexuales, como las caminatas o las charlas tan intimas como intensas que mantienen los personajes, conforman algunos de los momentos más logrados del film.

El valor principal de la película radica en su capacidad para aunar una serie de temas reales, complejos y concretos, a través de una narrativa osada que no queda supeditada a la lógica realista. Cabe aclarar que no se trata de una obra que podríamos catalogar como cine queer, a pesar de que presente como ejes organizadores los vaivenes y las mutaciones que sobrelleva el vínculo amoroso entre dos personajes del mismo género -quienes, por cierto, han tenido relaciones con mujeres previamente-. Tampoco estamos en presencia de un film que podamos emparentar con los de José Celestino Campusano en los que, a la vez que se ponen en cuestionamiento las prácticas sexuales, también se analizan las problemáticas de clase y poder que las atraviesan. Fin de siglo retrata la relación entre dos hombres cosmopolitas y con una vida económica aparentemente estable. Pero esas cualidades, lejos de achatar la trama, pasan a un segundo plano puesto que los temas son los que se imponen. Los nuevos formatos de familia, las diversas posibilidades prácticas de la sexualidad, la mutabilidad y fugacidad de los lazos humanos, la constante tensión entre añoranza y realidad, y las modificaciones ocasionadas por el transcurso del tiempo, tanto en el mundo como en las personas que lo habitan, son algunas de las tantas cuestiones sobre las que este largometraje consigue reflexionar de manera perspicaz y responsable.

 

 

 

 

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Tomás Cardín

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