Cuando Anastasia Steele recibe el encargo de entrevistar al popular empresario Christian Grey, un millonario de 27 años, queda impresionada ante su extraordinario atractivo. La joven inexperta e inocente intenta olvidarlo, pero pronto comprende cuánto lo desea.
No puedo decir que tuve el placer de leer la trilogía de novelas fan fiction de la autora E.L. James, porque eso es lo que son, historias que una fanática de la saga Twilight creó teniendo en cuenta a Bella Swan y su enamorado vampiro Edward en mente, sumándoles el aliciente de la dominación y el masoquismo. No se puede decir tampoco que estemos ante un fenómeno literario revolucionario. Alejada de las historias adolescentes fantásticas como The Hunger Games y Divergent, el mérito de la trilogía es haberse convertido en un experimento viral demoledor. Los libros, de más que dudosa calidad narrativa, fueron adquiridos con ahínco por mujeres de todo tipo de edades, para verse inmersas en un mundo que retrata pobremente el mundo de la dominación, cual magro tazón de helado de vainilla. La adaptación fílmica no tardó en manifestarse y aquí estamos frente a Fifty Shades of Grey, un producto apuntado a ese mismo sector demográfico que devoró los libros con placer y culpa, que a pesar de tener absolutamente todo en contra, termina entreteniendo por diferentes razones.
Me dolía sentir, por ejemplo, que una directora poco conocida como Sam Taylor-Johnson (Nowhere Boy) y una guionista como Kelly Marcel (Saving Mr. Banks) hundiesen sus incipientes carreras con algo tan básico como esta historia. Al momento de ver la película, mis expectativas estaban por el suelo y no era para menos. Pero con el pasar de los minutos y la presentación de los personajes principales, mi concepción del producto fue cambiando. No sé cómo se tomarán esto la legión de fanáticos de las novelas, pero creo que Fifty Shades of Grey mejora la calidad de la novela notablemente -por lo menos, lo poco que pude leer del esperpento-, y también ejerce como una parodia de la trama. A ver si me explico mejor. Lo que hizo Marcel desde el guión es tomar escenas claves de la historia, levantar diálogos horribles pero que deben ser vitales a la trama romántica y transformarlos en algo digno de ver. En la escala de películas tan malas que son buenas, Fifty Shades no está a la altura de Sharknado, pero esa constante burla implícita, sumado al espíritu lúdico que le aporta Taylor-Johnson con su dirección que vira mucho en lo comercial, funciona como un gran aliciente para poder disfrutar de la película sin culpa.
Dentro de la pareja de masoquistas, la química, motor fundamental para que la película funcione, a veces falla. No es culpa de Dakota Johnson, luminosa por donde se la vea, que usará la trilogía para lanzarse a otro nivel, sino de la incomodidad de Jamie Dornan con el personaje del intenso Christian Grey. A duras penas puede el irlandés esconder su fuerte acento y el peso de la mirada de millones de fans en el mundo lo deben haber empujado a enfriarse demasiado, más de lo que el personaje es. Por algo Charlie Hunnam abandonó el barco antes de tiempo, y se entiende. Hay buenos momentos entre Johnson y Dornan -la cena de negocios, la mejor- pero el click necesario nunca termina de suceder. Incluso cuando son ayudados por la nueva versión de Beyoncé de su hit «Crazy in Love», nunca hay un nivel de convencimiento absoluto, por mucho que Johnson lo intente con todas sus fuerzas.
Quizás sea un grave problema del guión que la relación nunca suscite grandes emociones en el espectador, todo en favor de las picantes escenas de sexo que prometía el proyecto en general, pero eso tampoco funciona. Basándose en el pobre material de partida y en el control que tuvo la autora a la hora de hacer el traspaso del papel a la pantalla grande, los enfrentamientos sexuales de Ana y Mr. Grey apenas sonrojarán a las señores pudorosas en casa. Una corbata funcionando como atadura, un par de grilletes, un hielo juguetón, una fusta, un par de nalgadas y un cinto, estos son los elementos utilizados para crear placer y aún así no generan gran impresión. Hay menciones de otros juguetes mucho más osados, pero en esa mención quedan. La idea de la guionista era una cantidad ingente de sexo, que garantizaba una calificación NC-17, pero estamos frente a una película de estudio, no cine independiente, así que eso no iba a suceder nunca. Tampoco iba a suceder el cosificamiento masculino de Dornan, quien no hace un desnudo frontal. Sí por ejemplo Johnson está mayormente desnuda y casi al completo en las escenas más calenturientas, mientras que él se dedica a pasearse en jeans de corte muy bajo para mostrar su trabajado cuerpo. Las limitaciones se notan a la legua y uno sabía que Fifty Shades nunca sería tan provocativa como la gran masa vaticinaba.
Hay muchas cosas que funcionan mal en Fifty Shades of Grey, pero el conjunto general inexplicablemente funciona y entretiene. No pasará a la posteridad como la película más erótica de todos los tiempos, pero aquel que se acerque con las expectativas bajas saldrá recompensado y estará tentado de comprar la banda sonora a la salida. Creo que esperábamos algo cataclísmico, pero el aceptable resultado dejará a más de uno pasmado y pensando ¿Acabo de ver Fifty Shades of Grey y la he disfrutado? ¡Qué sensación más extraña!
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