¿De qué va?: Tras escapar de la mortal sala de escape de Minos; Zoey y Ben se dirigen en busca de sus creadores para poner un fin, pero caen en la trampa de un juego tan grande como terroríficamente infinito.
Con una intro que nos cuenta lo sucedido en la primera entrega (ya que hay que justificar los 98 minutos de metraje) Adam Robitel, director de esta entrega como de la anterior, nos mete en el hueso de este esqueleto que continua las aventuras de Zoey, una Taylor Russell que tiene menos expresión que una pared, y Ben, con un Logan Miller que le pone tanta onda que ya causa indiferencia. Ya en sus zapatos, seguimos el insípido plan que tienen ambos adolescentes de ir tras los pasos de Minos, la empresa malévola encargada de armar y ejecutar las Salas de escape, para derrocarlos y terminar con la matanza indiscriminada e inútilmente justificada. Con sus prendas más facheras, sus inexpresivos sentimientos y con chistes más malos que las ganas de escribir esta película, la pareja de amigos se dirige a una posible pista, hasta que el tren que toman, en dónde se encuentran tan solo otras cuatro personas – guiño, guiño- no es más que el boleto de bienvenida a la nueva pesadilla, está vez compartida por estos campeones, también sobrevivientes de otras Salas de Escape.
Sí, es lo mismo que la anterior, pero ahora los participantes saben a qué se enfrentan, por lo que su sabiduría explicativa y conveniente de estos pone en jaque la inteligencia del espectador, dejándolo a merced de que solo pueda interesarse por las intrincadas e inexplicables trampas que hay a su alrededor, y de que sus muertes sean lo más gore y satisfactorias posibles. Plot twist: no lo son.
Teniendo la experiencia de haber pisado una Sala de Escape, podemos decir que las pistas que encontramos a nuestro alrededor no son más que pequeñas sogas que nos llevan a otras pistas aún más intrincadas, para así lograr abrir la puerta que nos lleva a la siguiente sala, y así hasta salir – o no –. Esta seguidilla de pasos la presenciamos durante todo el film, ya que su estructura descansa en esto, y me atrevo a decir que es hasta satisfactorio ver como nuestros aventureros escapan por segundos de los láseres o de las arenas movedizas; pero el gran problema descansa en las verdaderas intenciones de todo este plan malévolo. ¿Por qué? Cómo personas lúdicas, entramos a una Sala de Escape para “escapar” gracias a nuestro ingenio y el trabajo en equipo. Ingresamos a un laberinto de pistas y habitaciones guiados por una historia, nos compenetramos, somos los protagonistas de la narración, y los únicos capaces de hacer que la misma avance.
En este film, las intenciones tanto de las cabezas malévolas como de los mismos protagonistas son tan insulsas e insuficientes que la idea de “sobrevivir” queda rebajada a un metraje que funciona como la excusa +13 para aquellos niñatos que no pudieron presenciar la saga de Saw en el pasado, ni mucho menos la más satisfactoria Cube. La idea del Puppet Master que todo lo sabe y todo lo ve es tan inconsistente y cómoda que solo se apoya en la excusa narrativa de “esto que creías que era normal, es tan solo parte del mismo juego”. La idea de superar las salas, en un momento, llega a ser tan frustrante y agobiante que ya no nos importa quien sobrevive o quién se muere o cómo – o si de verdad están muertos -, ya que los hilos quedan tan expuestos que nos hacen ver el minutero del reloj.
El otro problema, y tal vez el más grave y, por ende, el que pone en jaque la mera existencia del film, es el cómo el espectador no solo no empatiza con sus personajes y su espíritu de supervivencia, sino que tampoco lo hace con todo el aparatoso artificio que se muestra en pantalla. Al contar con estos campeones, que saben casi de manual por dónde buscar las pistas que abrirán la puerta, nosotros quedamos totalmente al margen, espectando de brazos cruzados como otros resuelven la incógnita, sin poder sentirnos partícipes de la misma. No hay juegos de cámara, ni un punto de vista omnisciente que nos haga estar un paso más delante de los personajes, solo la espera por ver como el CGI llena la pantalla de muertes insulsas.
Escape Room: Tournament of Champions es una excusa para poder llegar a las nuevas generaciones, pero que no logra ver a sus antecesores que dejaron una huella hace años, y se apoya en ellas, sin siquiera medir la misma talla. La pregunta que queda luego del visionado es: ¿Es necesario un film que roza insulsamente la experiencia de ser protagonista de un juego casi idéntico al que se ve en pantalla?
Jugamos paintball para sentir la adrenalina del campo de batalla, pero ¿veríamos una película sobre esto?
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