Crítica de El Clan

Detrás de la fachada de una típica familia, se oculta un siniestro clan dedicado al secuestro y asesinato. Los integrantes son cómplices en mayor o menor medida de este accionar macabro, viviendo de los beneficios que obtienen de los suculentos rescates pagados por los familiares de los secuestrados.

En la semana en que se cumplen 30 años de la caída de los Puccio se estrena El Clan, film que confirma la importancia de Pablo Trapero como uno de los mayores referentes de la industria nacional. El realizador, una de las voces más destacadas del llamado Nuevo Cine Argentino, hace años que hizo una transición notable hacia un cine masivo pero sin perder un ápice de su estilo. El presupuesto creció de forma exponencial, así como también las figuras que pudo convocar para que encabezaran sus películas, pero sus producciones continúan mostrándose como relatos intensos y brutales sobre sujetos que viven en los márgenes de la sociedad. Y eso lo convierte en el director ideal para llevar a la gran pantalla la vida de esta infame familia, una de las historias más fascinantes y negras de la, a veces, tristemente célebre historia de nuestro país.

Desde los primeros minutos quedarán establecidas en forma férrea las líneas que el cineasta seguirá para retratar el caso. Hay una utilización de documentos históricos, en la forma de discursos de primeros mandatarios, para reflejar la época en la que se vivía. La narrativa va hacia atrás y adelante en el tiempo durante algunos de los años más delicados de nuestra memoria reciente, en el período de cambio de la más sangrienta dictadura argentina hacia la primavera alfonsinista. Es quizás el punto menos trabajado y por eso el más débil de su film, pero uno que sirve para dar un contexto sociopolítico a las actividades delictivas de la banda liderada por Arquímedes Puccio. Es que el enfoque de su película es, primordialmente, sobre dos cuestiones: el accionar de la familia puertas afuera y el que se da puertas adentro.

El caso generó un impacto que todavía persiste no solo por el hecho de los crímenes en sí, sino por quiénes los cometieron. Los Puccio se presentaban como un típico grupo familiar de una de las zonas de mayores ingresos del país. No hay mejor ejemplo que retrate esto que la situación de Alex, uno de los hijos mayores, un joven plenamente integrado en la comunidad, con una popularidad creciente en el barrio. A la hora de escribir el guión, Trapero tuvo acceso a los documentos de la época, a testimonios de quienes conocieron a fondo el caso y a familiares de víctimas, con lo que hay una exhaustiva construcción de la imagen que se daba hacia fuera. Es un aspecto con el que el realizador siente la comodidad del registro histórico y se nota una mayor fortaleza en comparación con la relación intrafamiliar. Es poco lo que se sabe en concreto acerca de la vida puertas adentro, con lo que el director decide concentrar su atención en el vínculo entre los dos personajes centrales.

Arquímedes es un hombre de alma negra y sangre fría, que impone su respeto sobre mujer e hijos por tratarse del proveedor de la casa. Alejandro, un muchacho que el film se ocupa de demostrar una y otra vez que tenía otras opciones para su vida, lo sigue en su lento descenso hacia el abismo y de ninguna manera cuestiona lo que su padre exige o plantea. Hay un gran trabajo de Guillermo Francella en la piel de este oscuro individuo, una figura siniestra de hablar pausado y buenos modos, que genera terror en espectador e hijos en su tranquila forma de expresar lo indecible. Peter Lanzani, por su parte, tiene un firme debut en cine, con un papel que no lo exige en forma permanente pero cuya angustia va en perpetuo aumento y se siente. Es mérito de ambos que haya identificación con el joven –que de ninguna forma es inocente-, así como también se genere un odio hipnótico y magnético hacia el patriarca.

Trapero le saca el mayor provecho posible al equipo de producción con el que cuenta –el mismo de Relatos Salvajes– y obtiene otro buen exponente para una filmografía repleta de trabajos notables, con un buen uso de la música y con una fotografía que ayuda a resaltar la época trabajada. Es cierto que no está del todo afianzada en lo general –como se dijo, la cuestión sociopolítica no termina de funcionar-, pero compensa con creces en la mirada íntima, especialmente en términos de la presentación de la familia hacia el mundo y en la relación del padre con su hijo Alex. Vale señalar también que, por momentos, se desearía un poco más de desarrollo sobre el resto del grupo –Maguila vuelve después de meses de vivir en el exterior y se convierte en parte de las actividades delictivas sin miramientos, un hijo se va del hogar y no se percibe demasiada consecuencia-, más allá de que la mano de Arquímedes sobre el cuello de Alex sea suficiente como para tener dimensión de su potencia opresora.

Y no se puede dejar sin mención la espectacularidad de la última media hora del film, un desenlace de tensión creciente en la que se sucede una poderosa secuencia detrás de la otra, hasta llegar a un final intenso capaz de cortar el aliento.

 

 

 

 

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Migue Fernández

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