Para olvidar el pasado, mirar al futuro y poder emanciparse, Tamayo, un hombre de unos treinta años, decide apostatar ante la institución eclesiástica. Durante el arduo proceso burocrático, recordará la intermitente relación que mantiene con una prima, algunos actos crueles de su niñez, su vínculo con una espiritualidad ajena y sus dificultades para seguir el camino paterno.
El protagonista de El Apóstata es interpretado por el madrileño Álvaro Ogalla. No es actor profesional, aunque trabaja detrás de cámara hace muchos años. La particularidad del film es que la trama condice con una situación particular de la vida personal del joven: su decisión de separarse de la Iglesia. El director uruguayo Federico Veiroj, conocedor de la historia, decidió hacer una película a partir de ese disparador.
La apostasía eclesiástica trae consigo polémicas milenarias. Algunos cristianos creen que llegará la Gran Apostasía, otros defenestran a quienes toman estas decisiones, algunos simplemente las aceptan. El asesino y cruel Manasés, rey de Asiria que gobernó 600 años antes de Cristo, es considerado un ícono dentro de los célebres apóstatas, así como también el idólatra de los profetas Acaz, otro rey de Judá que gobernó 100 años antes que Manasés. Sin tener nada que ver con asesinatos u otros crímenes, un caso de apostasía se presenta dos milenios adelante: el de Gonzalo Tamayo (Álvaro Ogalla), un treintañero español al que sus padres bautizaron sin su consentimiento.
El Apóstata es el tercer largometraje de Veiroj. Tanto en Acné (2008) como en La vida útil (2010), el relato avanza motivado por el camino hacia el objetivo de un personaje principal, con sus respectivos problemas de entorno. Gonzalo Tamayo, que es el alter ego del nombrado Álvaro Ogalla -y a la vez es interpretado por él-, se plantea situaciones referidas a su pasado, como la relación con sus padres, un amorío con su prima y su bautismo involuntario. El personaje se enfrenta a la burocracia del apostatado en España y a fantasmas que, como si estuvieran en cada lado de sus hombros, le aconsejan.
La historia, llevada adelante por un buen manejo de Veiroj para lograr las naturales y excéntricas interpretaciones de su reparto, es tan reincidente como los obstáculos con los que se topa el protagonista para lograr su cometido. A medida que corren los cortos 80 minutos, los personajes secundarios toman fuerza y logran despistar el camino sin rumbo del personaje en su lucha contra la burocracia y sus propios ideales. La naturalidad de la representación del caso Ogaya-Tamayo y la cuota de humor negro que impone el director quitan a El Apóstata del común de vacuos dramas religiosos que llegan cada vez más a menudo a las carteleras. Situaciones oníricas, satíricas y surrealistas aparecen efectivamente en el recorrido del protagonista y otorgan esa cuota de sorpresa que rompe con algunas lagunas de monotonía, algo que también causa la «buñuelística» música del mismo Ogalla.
Más pequeña que Ida (2013) y El Club (2013), aunque no por eso menos provocadora, El Apóstata fue seleccionada en el Festival de Mar del Plata y obtuvo la Mención especial del jurado en el de San Sebastián. Veiroj logra expresar y refrescar, de forma sutil y brutal a la vez, un tema cuestionado en forma milenaria. Convierte la historia real de un caso de apostasía en un cuento mágico, oscuro y provocador, o sea, la vuelve cinematográfica.
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