Crítica de El Ángel

Buenos Aires 1971. Carlitos es un joven de 17 que desde chiquito se encariñó con lo ajeno, pero fue en la temprana adolescencia cuando descubrió que su vocación era ser ladrón.

«La conocen los presos: la libertad»
Andrés Calamaro

Ya desde su primera escena que El Ángel deja en evidencia el por qué Luis Ortega era el realizador adecuado para llevarla adelante. Carlitos deambula por Olivos a plena luz del sol e irrumpe en una casa ajena con total normalidad. Suena La Joven Guardia y el extraño de pelo enrulado sin preocupaciones baila. No hay una motivación delictiva. Lo impulsa el hecho de ser libre y el poder hacerlo porque sí. Ese vagar errante en los márgenes de la sociedad, de films previos del cineasta como Dromómanos o Lulú, vuelve a estar presente en este nuevo proyecto, uno que se pasa por el filtro de su labor en televisión y conecta de lleno con Historia de un Clan –también dirige El Marginal-, otro relato de uno de los casos más resonantes de nuestro país y con el que comparte cierto criterio estilístico, más allá de la diferencia de década.

Ortega no pretende contar al detalle el caso de Carlos Robledo Puch, uno de los asesinos más famosos de Argentina y actualmente el preso más antiguo en el sistema penal. Tampoco busca justificar esa maldad, analizarla o darle respuesta. La acepta como una progresión natural en sus andanzas. Con dinamismo narrativo se concentra en su prolífico período de actividad, que abarcó cerca de un año a principios de la década del ’70. Ya ladrón de nacimiento –pero a un nivel, digamos, recreativo-, se siente atraído hacia un compañero de su nueva escuela que lo abre a un mundo delictivo profesional, de golpes más grandes y algo más de planeamiento. Su accionar sin miramientos, sin dudas, lo vuelve un «genio» a los ojos de su recientemente encontrada familia criminal.

Carlitos vive en el momento, sin pensar en el futuro. Cuando acciona su primera pistola, su rumbo cambia. Los crímenes que seguirán a ese disparo de largada son violentos y cobardes, condiciones que el director no oculta ni tampoco reprocha. Su accionar puede ser errático y carente de lógica, pero la cámara lo entiende a la perfección. Ayuda el tener al debutante Lorenzo Ferro al frente, con una actuación comandante. Hay inocencia y desquicio, hay libertad y sadismo. No hay mejor ejemplo que la expresión de felicidad cuando su socio Ramón le rompe una botella en la cabeza a un barman, una explosión incontenible de alegría demencial. Condensa todo el rango de su actuación en un gesto desbordado.

Ferro no está solo en su debut frente a cámaras y el director eligió rodearlo, en forma atinada, de un grupo de actores con mucho rodaje. Chino Darín es el otro que tiene un papel de peso, un ladrón con deseos de artista que le abre las puertas del crimen como carrera, aunque pronto se ve superado por ese apetito asesino y la imprevisibilidad de Robledo Puch. Tiene incluso una escena en la que baila y canta como Palito Ortega, con la que el director se dio el lujo de hasta homenajear a su padre. Entre ambos se da un vínculo que traspasa la amistad y eso le presenta la oportunidad al realizador de explorar un poco la homosexualidad incipiente del protagonista, con una relación homoerótica nada velada y con la presencia de un Federico Klemm como un mecenas atraído hacia estos jóvenes delincuentes y a las historias que podían traerle. Los dos están bien secundados por Daniel Fanego, Cecilia Roth, Luis Gnecco, Peter Lanzani y Mercedes Morán, esta última con un 2018 notable –días atrás se estrenó El Amor Menos Pensado-.

Desde luego que no se puede dejar de mencionar el excelente diseño de producción del que goza El Ángel, una perfecta ambientación de época que resalta el lujo pop de sus escenarios –hay un gran trabajo del director de fotografía Julián Apezteguia (El Clan, Carancho)- e incluye una destacada banda sonora con temas de Pappo’s Blues, Manal, Billy Bond y la Pesada del Rock and Roll y más –hay un gran cover de «The House of the Rising Sun» que suena en una escena bellísima-. Hay algo de Alex De Large en este Carlos Robledo Puch y algo de A Clockwork Orange en El Ángel, sobre todo en lo que se refiere al cuidado estético -aquella película es de 1971, el año de sus homicidios-.

Ortega no ejerce una mirada crítica sobre Robledo Puch, por supuesto que tampoco lo celebra. Al no haber cargo de conciencia, no obstante, le falta ese contrapunto que por ejemplo estaba presente en El Clan, con el duelo entre los personajes de Lanzani y Guillermo Francella. En La Naranja Mecánica, Anthony Burgess hablaba del libre albedrío y de la capacidad de elegir entre el bien y el mal, de lo inhumano que resulta ser totalmente bueno o totalmente malo. En El Ángel, no hay lugar para la bondad. Ramón y su familia pueden no estar de acuerdo con los métodos de Carlitos, pero indudablemente están a favor de sus resultados y alimentan su hambre homicida. Sus padres podrían ofrecer el necesario reproche, pero su participación es menor y más bien contemplativa por el lado de la madre.

Cuando llega el momento del castigo, no hay abatimiento sino una suerte de progresión lógica que se percibe brusca. No hay placa negra que exponga los más de 45 años que lleva encarcelado. La elección de Ortega es la de aplicar un corte transversal sobre un período de tiempo determinado, uno de plena libertad y desenfado asesino. De un vagar ultraviolento y sin culpa.

 

 

 

 

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Migue Fernández

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