Marcos Wainsberg es un boxeador retirado. El día que planea reconciliarse con su ex novia, aparece en su casa su primo Hugo con la camisa manchada de sangre. Obviamente está en problemas y arrastrará a Marcos a un torbellino de acción y comedia mientras intentan sobrevivir al día más absurdo de sus vidas.
La semana pasada con Dulce de Leche caí bajo el filo del cine nacional mas soporífero que existe; en esta oportunidad era hora de conocer el otro lado de la producción argentina, aquella que si o si necesita del boca a boca para funcionar, que es gratificante de ver en selectas pantallas pero que apena que se le de un tratamiento tan independiente, porque estamos frente a una de las joyitas escondidas en la filmografía del país que tiene todos los condimentos para convertirse en una obra de culto.
Lo que comienza como un día típico en la vida del ex-boxeador Marcos Wainsberg se convierte rápidamente en el hijo no reconocido de un trabajo de Guy Ritchie y Quentin Tarantino: unos 80 minutos estilizados a la manera argenta, con personajes típicos de la selva de concreto, haraganes, machistas, malhablados, ventajeros, la más baja calaña que se pueda ver cotidianamente en los noticieros, quienes están presentes en la ópera prima de Nicanor Loreti. La mala leche porteña se vive a través de cada sujeto que entra en escena, desde un impresionantemente dejado Juan Palomino, que sorprende con las capas que le aporta a su Inca del Sinaí, hasta el temeroso primo Hugo (un aplaudible Sergio Boris) e incluso el verborrágico Café con Leche de Luis Aranosky; para los más nostálgicos, Hugo Quiril, el eterno Kato, el Ninja Blanco, hace una aparición especial cuando la película toca su lado más rutilante promediado el final.
Diablo tiene una calidad enorme y eso se le debe a la mano de Loreti y al mismo guión en co-autoría con Nicolás Galvagno. La historia es simple pero poco a poco, a medida que las «visitas» llegan a la casa del boxeador, la trama comienza a girar desquiciadamente, convirtiéndose en un verdadero festín de clase B que no para de generar situaciones fuera de proporción y carcajadas en la platea debido a su alto contenido de humor negro. Usualmente uno espera una calidad dispar en productos nacionales y más en algo creado independientemente, pero Diablo tiene una definición alucinante que la hace merecedora casi obligada de una gira por las salas.
El cine nacional como este es la clase que hay que apoyar; con una historia simple y muy autóctona, personajes identificables, odiosos y egoístas, un sinfín de situaciones cómicas y con el humor más negro que se pueda apreciar en cartelera. Por motivos como estos es que se debe apreciar lo nuestro: una muestra de que cuando se quiere crear algo novedoso y original sin perder las raíces, se puede. Bravo por Diablo entonces.
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