Una aplicación para celular tiene la capacidad de predecir el momento exacto de la muerte de sus usuarios. Aquellos que cuenten con poco tiempo de vida tratarán de eludir su desdichada fortuna.
El primer largometraje dirigido por Justin Dec es, ante todo, un claro ejemplo de cómo el cine de terror se ha convertido, salvo excepcionales casos, en un terreno fallido de experimentación cinematográfica. Pero vayamos en orden. La película inicia en una escena que tiene como motivo una fiesta llena de adolescentes. Un subgrupo allí presente se encuentra jugando a las cartas, y una de las chicas se queja por un posteo de Instagram en el que una amiga presume su veganismo. Ella, igual de engreída, dice que puede controlar su peso sin necesidad de volverse vegana, gracias a una aplicación llamada «Countdown to Skinny». Otra muchacha decide curiosear en Internet y eso lleva a encontrar Countdown. Esta app, supuestamente, permite saber con exactitud el momento en el que morirán los usuarios que la descarguen.
Después de esta escena introductoria es que aparece el personaje de Quinn (Elizabeth Lail), la verdadera protagonista de la historia, quien al escuchar de la existencia de esta aplicación se muestra un tanto escéptica y decide contarles a sus compañeros de trabajo. Todos optan por instalarla, y es justamente a Quinn a quien le llega el peor pronóstico. Uno de las fallas más evidentes del film se presenta a nivel narrativo. La crítica respecto a la adicción a las tecnológicas y los dispositivos digitales se entremezcla con una absurda sub-trama sobrenatural/ metafísica, un forzado romance entre la protagonista y un personaje llamado Matt (Jordan Calloway) –quien también conoce la aplicación y, al igual que Quinn, dispone de pocos días de vida- y con otras pequeñas historias que en ciertos casos abordan asuntos reales y relevantes, pero quedan reducidos o banalizados -esto ocurre sobre todo con una situación de abuso profesional y físico sufrido por Quinn-.
Las premisas interesantes, como por ejemplo la falta de compromiso y cuidado sobre nosotros mismos al instalar programas en nuestros celulares sin leer los términos y condiciones de uso y cediendo datos personales, la escasa confianza en los testimonios que circulan por las redes debido a la enorme cantidad de información falsa que en ellas se encuentra, o las responsabilidades que les corresponden a los creadores de las aplicaciones a raíz de los inconvenientes que estas pueden generar, quedan disminuidos frente a una faceta fantástica burda e inconsistente. Este calificativo no es gratuito, puesto que el mecanismo mediante el cual la aplicación opera y selecciona a sus víctimas es totalmente arbitrario, y por otro lado el elemento fantasmagórico también detenta una serie de reglas y características que no logran complementarse con la finalidad de Countdown, ni aportar a la generación de terror.
Otro de los ingredientes mal empleados es el humor. Más allá de que la película no se toma en serio, y que esa decisión sea quizás la más acertada del realizador, los chistes y sus remates son básicos y pueriles. Los personajes que cumplen la función de aportar la dosis de jocosidad a la trama son un vendedor de celulares llamado Derek (Tom Segura) y el Padre John (P.J. Byrne), un sacerdote experto en ocultismo. Ni los comentarios sardónicos y petulantes de Derek, como tampoco las ocurrencias y la apariencia desaliñada del Padre John -quien escucha hip-hop, fuma marihuana y tiene tatuajes-, consiguen que las risas emerjan. A pesar de la flaqueza de los gags y las bromas, algunas cuestiones vinculadas a lo irónico son las únicas rescatables. La idea de que la aplicación no se pueda borrar, que tampoco sea posible hackearla y que además su descarga sea gratuita, hasta en algunos casos automática, son pequeñas peculiaridades que nos hablan de nuestra posición frente a la muerte, a la cual no podemos evadir ni burlar, pero que al mismo tiempo es una de las pocas cosas a las que podremos acceder sin pagar, a pesar de no desearla.
Countdown no es únicamente un film compuesto de intenciones y planteamientos desperdiciados. También es un claro ejemplo de la insuficiencia de las referencias y los jumpscares como artilugios para ocasionar horror. Por el lado de las alusiones, Final Destination, It Follows y The Ring son algunas de las tantas evidentes. Pero el modo en el que se retoman esas obras -que probablemente hayan marcado al realizador-, se estanca en lo iconográfico, relegando el costado conceptual y crítico de las mismas. En cuanto a los jumpscares, parecen no quedar dudas al respecto de que se han convertido en un lugar común y que la obsesión con la combinación de «movimiento rápido y ruido fuerte tras una pausa en el sonido y en el ritmo de los acontecimientos», ya no puede expresar otra cualidad más que pereza y falta de imaginación.
En resumidas cuentas, Countdown es una obra cargada de clichés, obviedades e incoherencias. Como si esto fuese poco, cuenta con uno de los desenlaces más mezquinos que recuerde haber visto. En lo personal, anhelo profundamente que el cine de género, particularmente el terror, deje de ser considerado como un ámbito en el que no importan las capacidades materiales y la calidad de los productos. Debemos volver a pensar a este como un espacio en el que pueden surgir nuevos cuestionamientos y formas alternativas de representación. Esto, por supuesto, no implica dejar afuera al humor para dar paso a una seriedad acartonada, sino apropiarse de los recursos de modo consistente y sin apegarse a las formulas que las tendencias y la industria postulen. Considero que de esta manera se dará paso a una mayor libertad creativa, y que esta hará surgir diversas apreciaciones sobre la realidad y nuevos procedimientos que permitan ensanchar las posibilidades del género.
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