Es la historia de Ilich Ramírez Sánchez, quien durante dos décadas fue uno de los terroristas más buscados. Entre 1974, en Londres, donde intentó asesinar a un hombre de negocios británico, y 1994, en que fue arrestado en Jartum, vivió varias vidas bajo varios seudónimos siguiendo su camino a través de las complejidades de la política internacional de la época.
Luego de aceptar una oferta del canal Plus de Francia, Olivier Assayas se puso al frente de un proyecto cinematográfico que resultó en una realización de cinco horas y media de duración. Sabiendo las dificultades que una película así tendría para venderse, esto se convirtió en una miniserie de tres episodios, a lo que se sumó que el mismo director se encargó personalmente de reeditar y controlar el desarrollo de una segunda versión de una extensión reducida de 165 minutos para estrenar en las salas. Los cortes o los saltos temporales no son bruscos, está todo tan bien realizado que el francés fue capaz de eliminar la mitad de su trabajo con una pericia tal, que esto no se nota, cada pieza encaja a la perfección en una gran obra que una vez más demuestra su gran capacidad como artista.
Carlos tiene tantos elementos a favor que es fácil que alguno de ellos quede afuera a la hora de enumerarlos. No sólo se trata de una historia atrapante con un excelente guión, hay también actuaciones logradas, una ambientación de época perfecta y una notable banda sonora. Las situaciones límite son llevadas adelante con un magnífico pulso, como la de la toma de rehenes en la OPEP, una secuencia que tiene una extensión de más de 40 minutos y que en otra película se habría visto resumida a diez. Seguramente el único inconveniente de tan magnífico trabajo se limita a una cuestión de tiempos. Si bien la mitad de la historia quedó afuera, se trata de una película larga que hacia el ocaso de la carrera del terrorista encuentra su único punto de descanso, recuperándose con un cierre notable que deja ganas de más. «El arma es una extensión de mi mano», sostiene Ilich Ramírez Sánchez, un Édgar Ramírez en el mejor rol que le he visto, acerca de sus dotes como tirador. Esa frase bien podría decirla el genial Assayas, sin pistola, pero con una cámara.
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