Crítica de Capone

Tras casi una década de prisión, la demencia pudrió la mente de Al Capone y su pasado se convirtió en presente, mientras desgarradoras memorias de sus orígenes violentos y brutales se funden con su vida despierta.

Capone, Tom Hardy

Un potente arranque es todo lo que se necesita para abrir la posibilidad de un catastrófico declive. Las cartas están en la mesa y nada garantiza que los siguientes juegos te lleven a algún lugar sustancialmente mejor que en el que estás ahora. Al Capone comprendió eso en sus últimos días y, guardando las kilométricas diferencias, Josh Trank también tuvo que haber visto un poco de tal verdad después del desastroso estreno de Fantastic Four. Su prometedor debut cinematográfico (Chronicle) lo llevó a ser el nombre del momento, uno que se paseaba entre suntuosas salas de productores y ejecutivos que escuchaban con cuidado al que les podría dar su siguiente gran éxito. La historia no fue por ese camino y, tras años de retirarse de las luces y los reflectores, de los nombres impactantes y las incesantes entrevistas, Capone llega no para cerrar una narrativa de redención -ni del director, ni mucho menos del mafioso-, sino como una prueba de que el cineasta tiene sus ideas muy claras, y nada lo puede separar de ellas.

A sus 47 años, después de pasar más de 10 años encerrado en prisión, y danzando un constante baile que lo llevaba a terribles episodios de demencia, Alphonce Capone (Tom Hardy) pasó su último año de vida en la miseria. Su hogar, la que antes solía ser la mansión de una persona en la cima de su juego, ahora veía el constante escape de las memorias de aquel auge, con una serie de estatuas, pinturas y lujos que abandonaban el lugar para mantener a su familia a flote. En sus alrededores, caimanes y agentes del FBI impacientes por escuchar todas las verdades detrás del ascenso de Capone, quien entonces juraba haber escondido una fortuna de 10 millones de dólares. ¿El problema? Si tal cifra alguna vez existió, no era más que un lejano recuerdo de la rota memoria de «Fonzo». Sí, sus últimos días estuvieron alejados de cualquier tipo de emoción y glamour que una épica del crimen acostumbra ofrecer, y es de ahí que Trank aprovechó el potencial de un relato deprimente para escribir, dirigir y editar una película que tiene más en común con una obra de David Lynch que, por ejemplo, con The Untouchables.

Capone, Tom Hardy

Para esto, el primer y más importante ingrediente es uno imprescindible: encontrar a un actor que se pueda comprometer con el absurdo de la situación. A Alphonce le hicieron cambiar sus imponentes puros cubanos por zanahorias, y la volatilidad de un cuerpo que ya estaba perdiendo la batalla contra la sífilis lo llevaba a ensuciar su cama, su ropa y, cuando su doctor decidió tomar medidas en el asunto, sus pañales. Para esto, no hay mejor arma que la enorme dedicación de Hardy con sus papeles. El actor ha hecho de todo en su carrera y jamás le ha tenido miedo a rozar al ridículo o, si es necesario, el exceso. Puede que su Al Capone no pase a la historia como el más fiel a la realidad -la película jamás pretende nada de eso-, pero sí que su recital de locura, de palabras ininteligibles, de gruñidos y de una incómoda mirada de auténtico miedo, es digno de verse, ya sea para reírse o para admirar al talento del también protagonista de Legend en uno de sus extremos. Si recuerdan aquella escena de la genial Bronson (2008) -también protagonizada por Hardy- donde al delincuente se le obligaba a bailar al ritmo de «It’s a Sin» de los Pet Shop Boys, es similar solo que extendido a más de una hora cuarenta.

Si la mencionada comparación con Lynch llega a surgir en algún momento, no es coincidencia. Y es que además de la presencia de Kyle MacLachlan (Blue Velvet) como uno de los varios miembros del potente pero infrautilizado elenco de la película -se destacan Linda Cardellini y Matt Dillon-, sobresale el gran trabajo detrás de cámaras del director de fotografía Peter Deming, también colaborador en Twin Peaks: The Return y Mulholland Drive. Las escenas en Capone, cuando no apuestan a mostrar la desagradable descomposición de una persona, van hacia un estilo onírico que hacen pasear a Hardy por un salón de baile justo como lo hacía Jack Nicholson en The Shining. Solo que al igual que Jack Torrance, Capone siempre estuvo ahí, y aunque sus recuerdos se estén resquebrajando gracias a los remordimientos de su pasado -hay mucho del famoso recurso del narrador falible-, la por momentos débil exposición del film hace que el pasado se mezcle con el presente para hacer que el mafioso encare su propia leyenda, una que se erige sobre sangre. Aunque irregular en un tono que se esfuerza en crear un tipo de comedia que roza lo escatológico para luego ahogarla en un abrumador pesimismo, los temas que Trank quiere manejar hacen lo posible por mantenerse vigentes en todo momento, manifestándose en excesivas visiones del protagonista con la sutilidad de una persona arrancándose los ojos.

De entrada, es impensable encarar Capone pensando que se encontrará con una película con las mismas ambiciones de prestigio que hacen tropezar a otras. Trank prefiere envolver su historia con un estilo sucio y deforme -por momentos, más cercanos a un tipo de risible horror psicológico-, llevando a Al a hacer cosas que solo se podrían visibilizar en la ficción, como usar ropa de mujer para escaparse a una sesión de pesca que culmina con el mafioso disparándole ferozmente a un caimán. ¿Es memorable? Por supuesto que sí, pero igualmente complicado de recomendar. La antes titulada como Fonzo -un titulo que me gusta mucho más- llegó para partir aguas. Su diminuta escala puede que contradiga las expectativas de una producción con el nombre de Hardy en la portada y su insistencia en lo desagradable sin duda hará que varios espectadores la abandonen, pero encuentra su verdadero valor como la declaración de un cineasta que, pudiendo hacer lo que sea con su segunda oportunidad, decidió aprovecharla para mantenerse fiel a sí mismo.

6 puntos

 

 

 

 

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